Jutinicú es un pueblo que se inventa a sí mismo. Su historia es un reverbero de mitos, enigmas, epopeyas, rumores y artificios. Cuando la memoria se agota, la imaginación socorre. La gente es experta en el relleno. Lo único imperdonable pareciera ser la ausencia. Allí el olvido nunca es olvido sino misterio.

Los no sé y no me acuerdo nunca se dicen en tono lastimoso. Se sueltan en tono desafiante. A ningún relato le falta emoción.

A veces sospecho que muchas cosas no son contadas como ocurrieron, sino como a cada quien le hubiera gustado que ocurrieran. Jutinicú encarna una sabiduría irrebatible: la memoria es demasiado inexacta como para tomársela en serio.

Gabriel García Márquez, un fabulador empedernido, presenta su autobiografía Vivir para contarla advirtiendo que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

El escritor colombiano no se avergüenza de sus olvidos. Los admite. No sufre culpas. En todo caso, celebra la facultad de la memoria para reordenar la vida. Sabe que lo más grave no sería la mentira sino la falsedad.

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Jutinicú es también un Consejo Popular. Uno de los 16 que organizan el municipio Songo-La Maya, en Santiago de Cuba. En sus cinco circunscripciones hay un total de 1.496 mortales inscritos. Dos Héroes-La Caridad, Jutinicú Centro, Jutinicú Oeste, Guayabal-Arroyo Blanco y Ferrocarril Estación son comunidades intrincadas entre lomas. Escondrijos que una maraña poderosa no deja avistar de lejos. Para ver hay que llegar. Y para llegar hay que tener ganas, o vivir dentro.

Hay mapas de la provincia que ni siquiera lo registran, como si el pueblo no existiera, o fuera inaccesible, que son condiciones muy similares. Pero ni falta que le hace. No necesita favores de cartógrafos ni mayores dimensiones para que lo recuerden.

Los jutiniquenses no son apocados. Tienen autoestima de guerreros invictos. Hombres y mujeres se miden por la misma vara. Sobrevivieron a un huracán que casi los decapita en 2012, que rapó los árboles y voló los techos de las casas.

Después de aquella catástrofe, los cartógrafos sí hubieran encontrado argumentos para desaparecerlos de sus dibujos. Perdieron casi todo. Bien que pudieron largarse a recomenzar su vida en otra parte. Sin embargo, algo más fuerte que todos sus bienes los retuvo.

Se diría que allí las personas mantienen una relación umbilical con la tierra. Pertenecen a ese sitio como mismo las montañas. Nadie manifiesta intenciones de marcharse ni resentimientos por la suerte que le ha tocado. Hay quienes se han ido, como hay quienes han llegado.

Todo el campo está electrificado, incluso a las fincas más remotas ya llega corriente. El agua nunca falta. Hay un pozo que aprovecha corrientes subterráneas. Y la gente se siente afortunada por tomar agua de pozo, mientras que en otros lugares el agua que se toma es de presa.

Tampoco se pasa hambre. La tierra da lo esencial. La mayoría siembra viandas en un pedacito de patio, cría animales, y así se cubre el consumo familiar. Y hay productores más grandes, asociados a cooperativas, que abastecen de alimentos a otras regiones.

Lo que sí inquieta, y mucho, es el estado calamitoso del camino, la precariedad del transporte. Se vuelve un problema envejecer o enfermar, que a fin de cuentas son cosas inevitables.

Igual hay un sentimiento de soledad muy leve. Hubo una época en que esas calles supieron qué era el tráfico. Viajeros iban y venían. El tiempo era dinámico. Hoy los segundos son parsimoniosos como bostezos, monótonos como zumbidos de moscas.

Hay quienes creen que los infortunios que se enfrentan son por una deuda con la Caridad del Cobre. En un recodo del poblado hay un altar desierto donde una vez rigió la santísima virgen. Era lo primero que se veía al entrar. La había colocado una devota suya, en gratitud por petición concedida. Pero un día desapareció y desde entonces no ha sido restituida. Mucha gente asegura que mientras la Caridad del Cobre no ocupe su lugar en Jutinicú, no habrá prosperidad.

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José Ángel Rodríguez.

—Dicen los viejos que después de que se llevaron la Virgen, Jutinicú fue maldiciado. Porque jamás ha sido más nunca nada.

—¿En qué año se la llevaron?

—Bueno, sí te digo, no recuerdo en qué año. Yo sé que hace unos cuantos años. Aquí esto era… Jutinicú era histórico. Aquí había un embarcadero de maní, de ganado. Tenía aserrío. Era un pueblo que tenía bastante vida. Vuelvo y le digo que aquí nadie podía pasar por la calle una rastra ni nada, y hoy mira lo que tenemos. Pantano nada más. Aunque por Sandy medio ha mejorado, porque antes de Sandy todo eran casas viejas.

—¿Y por qué se la llevaron?

—Para robarle el dinero que tenía dentro. Se hacen comentarios de que se la robó un delincuente que se fue para Estados Unidos y en Estados Unidos lo mataron.

—¿Recuerda cómo era la virgen?

—Una virgen grande así. No era chiquita, era grande. Parecía una niña. Tenía una casetica de cristal completa. La gente le hacía promesas, le ponía velas, le echaba dinero. Entonces con ese dinero le compraban flores y cosas. Eso era respetado… El 8 de septiembre la paseaban en el pueblo entero. Era la Patrona de Jutinicú.

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Jutinicú es una expresión aborigen que significa “tierra de jutías”, aunque por esos montes ya no se ve ninguna. En Cuba las jutías están en peligro de extinción. Prestaron un gran servicio a la patria aliviando hambre durante las guerras por la independencia, primero a los mambises, luego a los rebeldes.

Hoy lo que se puede encontrar por allá son majás. Yo no me tropecé con ninguno, pero sí probé su carne en una invitación que me hicieron a almorzar.

Pero Jutinicú no asume su nombre en honor a las jutías. El nombre lo utilizó primero un ingenio que había en la zona en el siglo xix. Pero tampoco asume su nombre en honor al ingenio. El ingenio solo es relevante porque fue uno de los campos de batalla donde el Ejército Libertador conquistó otro triunfo sobre las huestes de la metrópoli, en la Guerra de los Diez Años (1868-1878).

Hay una inscripción conmemorativa atornillada contra la pared frontal de una de las poquísimas casas de mampostería del pueblo, que refiere:

“El 16 de diciembre de 1871 por primera vez Antonio Maceo Grajales derrota al famoso general español Arsenio Martínez Campos en combate desarrollado en este lugar”.

En esa fecha temprana de la Guerra, el cubano y el español no eran generales, menos famosos. Maceo era teniente coronel y Martínez Campos, brigadier. Tampoco se conocieron en ese combate. Enfrentaron sus tropas. No se batieron cuerpo a cuerpo, como podría de repente pensarse.

A Jutinicú, sin embargo, no le preocupan esos intríngulis. Le bastó esa victoria para ponerse el nombre. En un país donde casi todo se nombra con mártires y glorias de las luchas por la independencia, resulta muy natural que un pueblo quiera participar en la feria del patriotismo onomástico.

Todos los 16 de diciembre Jutinicú celebra. Celebra la victoria de Maceo y celebra su fundación.

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Chino y Pipo (Foto: Mónica Baró)

Chino y Pipo (Foto: Mónica Baró)

Quien me invitó a almorzar majá fue Pipo, en casa de El Chino. El Chino era quien iba a cocinarlo, un ejemplar joven todavía, de metro y poco más, que cazó un vecino del frente y se lo regaló.

El majá había irrumpido en el patio del vecino y representaba una amenaza para sus gallinas. En el monte le hubieran respetado la vida, pero si sale de su territorio y se cuela en el poblado para buscar comida, se está jugando la cabeza.

Dice El Chino que él los ha agarrado mucho más crecidos, como de tres metros, que le han aparecido en el camino de noche y los ha confrontado.

—No tendrán veneno, pero dan unas mordidas que tumban a cualquiera –me asegura.

—¿Los ha matado?

—Sí, los he matado.

El Chino se llama Denny Salazar y vive en Jutinicú desde hace 17 años. Es original de Santiago, la ciudad. Pero hace 22 años su madre se casó, vino a vivir para acá y él decidió seguirla porque ella es una mujer enferma y él su único hijo. Después él también se casó y acabó por acostumbrarse a esa manera de vivir reposada.

—La vida aquí es tranquila –dice–. La gente es carismática. Se bebe bastante. Se organizan buenas actividades recreativas. Hace como cinco o seis días vino un grupo y tocó. Trajeron termos de cerveza… Lo malo aquí es el transporte.

Pipo hace tan solo un mes que reside en la comunidad. Le está cuidando la finca a un cuñado. También es original de Santiago, aunque me aclara que su familia es de Baire, en la provincia Granma. El campo es algo nuevo para él. Ya cumplió 50, pero su edad no le cohíbe de experimentar.

Al principio, no se entendía bien con la tierra y los cultivos. Los vecinos tuvieron que ayudarlo bastante. Le prestaron una yunta de buey y le enseñaron a sembrar.

—Yo pensaba que la tierra era pon la mata, échale tierra, échale agua y dale. Y no. Eso no es así. Eso lleva procesos y veinte mil cosas que he ido aprendiendo.

—Entonces se ha venido a hacer campesino… –y me callo antes de acabar la frase.

—Después de viejo –remata riendo.

El nombre completo de Pipo es Eudi Andrés Celestino Figueredo de la Cruz y me asegura que desciende del patriota Perucho Figueredo, autor del Himno Nacional de Cuba.

—Perucho era primo hermano de mi bisabuelo, o algo de eso. Yo sé que el parentesco era bastante cercano.

Me explica que en su familia los hombres siempre han hecho carrera militar. Él, por ejemplo, se graduó en una escuela de cadetes y a los 21 años partió para Angola a cumplir una misión de dos años y tres meses, como jefe de pelotón de tanques.

—¿No pasó ningún susto por allá?

—No, al contrario, aquello era más tranquilo que esto aquí. Estábamos en una zona donde no había combates.

—¿Y qué hizo cuando regresó?

—Por la Asociación de Combatientes me ubicaron en un preuniversitario deportivo, en Santiago, y allí estuve trabajando como profesor de Preparación Militar por casi cinco años. Después pasé a trabajar a un videoclub, en cuanto se empezaron a fundar. Hasta que pasó el Sandy y me dejó sin trabajo. Fue una mata que le cayó encima al local. Después estuve dos años como almacenero y seis meses de custodio en el cine Cuba, hasta que pedí la baja y vine para acá.

—¿Y qué tal la vida de campesino?

—Bueno, ahora me estoy adaptando, pero me cae bien.

Cuando empezamos a hablar me dijo que estaba buscando quien comprara la finca, que no planificaba continuar aquí, pero ahora me confiesa que si encuentra con quien casarse, se queda definitivamente.

—¿Tú has comido majá? –me pregunta de pronto.

—Majá nunca. Ni tiburón tampoco –digo, sin entender qué tiene que ver el tiburón con el majá.

Y seguido me enseña una ollita donde hay unos trozos cilíndricos de carne blanca.

—¿Cómo se prepara eso? –pregunto muy interesada, casi que dispuesta a anotar indicaciones.

—Igual que cualquier otra carne. El Chino es quien va a cocinar.

—Hay que sazonarla bien –me explica El Chino– para matarle el sabor.

¿El sabor? Supongo que sea lo mismo que con los pescados de ríos, que hay que matarles el sabor a tierra con un adobo fuerte. Pero me hago la entendida y no comento nada.

***

La escuela de Jutinicú es un centro mixto con una matrícula de 111 estudiantes de primaria y secundaria. Se llama Enrique Hart Dávalos y se creó hace unos 30 años. Es una escuelita modesta, agraciada, coqueta. Hay una bandera cubana izada, un busto de José Martí con una flor roja, un huerto labrado. En la disposición de las cosas se nota cierto esmero por lucir bonita.

Las aulas se hallan repartidas en tres naves largas, construidas con bloques, tejas de fibrocemento, ventanas y puertas de aluminio. Las paredes están pintadas de azul celeste, con algunos ribetes en blanco.

Al frente, hay un parque de diversión cercado, que cuenta con cuatro columpios y dos cachumbambés de hierro. En el horario de almuerzo o al final de la tarde, siempre se repleta de estudiantes uniformados. El resto del tiempo se ve prácticamente vacío.

A un costado, hay un terreno deportivo donde no se debe jugar pelota. La panadería, la misma escuela y algunas viviendas quedan muy próximas y ha habido conflictos por bolas que han sobrevolado los límites. De todas maneras, se juega pelota y se batea.

En un abrir y cerrar de ojos, aparecen varias niñas con ropa deportiva, se designan dos capitanas, se arman equipos, se busca un palo largo en la maleza, se dejan a un lado los zapatos y arranca un partido de beisbol. Luego aparecen varones que se incorporan sin pedanterías. Y si el clima no entorpece, la chiquillada puede estar correteando olvidada de todas las restricciones. Ahí la mandamás es la lluvia.

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A Roberto Ruiz lo conoce todo el mundo en el centro mixto. Él lo dirigió por 26 años, desde que se fundó hasta 2010.

—Voy para 45 años de trabajo, con 57 que tengo –refiere–. ¿Qué pasa? Que uno se cansa. Actualmente me encuentro trabajando como maestro de sexto grado. Y no me ha ido mal, me siento bien. Estoy impartiendo Cívica, Historia y Geografía.

Roberto se formó en un curso emergente de ocho meses, en un seminternado que quedaba en el antiguo municipio Sagua de Tánamo. Y en cuanto concluyó los estudios, empezó su magisterio.

—A los 14 años ya tenía la tiza en la mano –enfatiza.

El maestro nació y creció en Jutinicú. Se enorgullece de contarlo porque Jutinicú es el pueblo más antiguo de Songo-La Maya.

Durante unos cuantos años, su profesión lo mantuvo rodando de un sitio a otro, por donde fuera que demandaran un maestro, pero en los ochenta le dieron la responsabilidad de dirigir la escuelita y se asentó de nuevo en su pueblo natal. Hoy es padre de siete y abuelo de once.

—La educación es algo que comienza en la casa. Cuando hay Mifarmaciaespana una buena educación familiar, la escuela logra su encargo, que es preparar al niño para que actúe en la sociedad. Pero si hay contradicciones entre casa y escuela, las cosas no se logran fáciles.

Hubo un momento de su vida en que soñó ser pelotero. Dice que jugaba una pelota muy buena. Y en Jutinicú creó, en complicidad con otros aficionados, un movimiento deportivo grandísimo. Armaron un equipo, practicaron y compitieron con poblados vecinos. En esa época el sueño parecía quedar al doblar de la esquina.

Lo que más le esperanzó fue que lo seleccionaron, a él y a otro muchacho más, para integrar el equipo de Songo-La Maya, en representación de los jutiniquenses. Pero la esperanza se esfumó de golpe.

—Nos eliminaron sin haber jugado pelota –asevera–. Dieron un corte y nos eliminaron. Ninguno de los dos jugó.

—¿Y qué explicación les dieron?

—Ninguna. Eliminados y ya.

Habla de eso y se duele. No me lo dice, no es hombre que reclame a la vida, pero cree que aquello fue una injusticia. La voz le sale indignada. Si al menos le hubieran dado la oportunidad de intentarlo, de probarse, podría contar que no se convirtió en pelotero porque no pudo lograrlo. No por falta de oportunidad.

Todavía hoy cuando se tropieza por los caminos con el amigo suyo que también fue seleccionado y eliminado, le dice: “Compay, ¿tú te acuerdas de aquello?”.

Sin embargo, a Roberto la escuelita le ha traído satisfacciones. Habla de ella como su obra, aunque en plural siempre, como mismo habla de su equipo de pelota. Sabe que un partido no lo gana un solo hombre.

—Nos sentimos bastante contentos porque ha habido unos cuantos médicos, profesores –dice vanagloriado–. Algunos están en La Habana, otros en Matanzas. Esto es un pueblo portador de profesionales.

Y acto seguido, como si fuera un reflejo condicionado, destaca que si Jutinicú no da deportistas es por falta de apoyo.

—La atención deportiva aquí ha sido muy poca. Muy poca. Yo lo viví en carne propia.

***

Ya es casi la una. El sol arde tanto que sientes que te va a rajar la carne. No deja pensar ni concentrarse en nada que no sea quitárselo de encima. La sangre parece bullir.

Voy saliendo de la escuela cuando me encuentro con Máximo, el subdirector. Todavía no sé su nombre, ni que es subdirector. No me entero hasta que empezamos a conversar.

Máximo Hernández está sentado en un pedacito de muro, bajo una sombra breve, que por el tamaño de las nubes se ve que no durará mucho. Es un hombre fornido, de rasgos redondos y sobresalientes, piel negra brillosa, como de madera fina recién pulida. No es muy alto, pero su porte erguido impresiona. Inspira respeto. Habla suave y con firmeza.

Aclara que es nacido y criado aquí. Y sus padres. Y los padres de sus padres. Y tiene seis hermanos también nacidos y criados aquí. Pero el único que queda en la región es él.

—Toda mi familia vive hoy en la ciudad de Santiago –cuenta.

—¿Y usted ha vivido siempre en Jutinicú?

—Siempre. He vivido y voy a seguir viviendo.

Sus 57 años han pasado en este lugar.

—¿Qué es lo que hace que se mantenga aquí?

—Yo le tengo gran amor a mi terruño. He tenido posibilidades de vivir fuera, pero no he querido. Siento amor al campo, al maíz, al boniato, a la yuca, a la calabaza. ¿Ve? Entonces pienso que puedo hacer las dos cosas: trabajo mi profesión y trabajo el campo.

Máximo formó hace años su propia familia, pero la escuela parece una prolongación de su hogar. Se desplaza por el área despacio, atento, orgulloso de lo que mira. Manda sin imponerse.

—Algo que tengo siempre pendiente es la formación laboral de los estudiantes –agrega–. Siempre los tengo trabajando en un canterito, en una parcelita, sembrando una matica… Me viene de adentro. Mis padres me enseñaron a eso. ¡Sin descuidar lo otro! Que es el estudio, la superación, y esas cosas que uno debe tener para estar a tono con el mundo. Pero… la tierra.

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Rodolfo Luque.

—Que esa virgen se la llevaron de allí. Eso fue después del Triunfo de la Revolución. Y apareció botada en el puente La Avispa. ¿Quién fue? Eso no se sabe.

—¿Y quién la vio rota?

—Todo el que pasaba por ahí. Hasta que el río creció y se llevó todo.

—¿Usted la vio?

—Pedazos sí. Los pedazos estaban ahí.

***

Alieski es hijo de la única enfermera de Jutinicú. Todo el pueblo lo conoce. Tiene trece años, pero no ha crecido suficiente aún y está flacucho.

Anda muy circunspecto a mi lado. Asume la encomienda de Máximo de acompañarme hasta la casa de la familia Cabrales como si fuera una misión especial.

Me cuesta hablar con él. Permanece tenso. Algunos amigos lo ven caminando conmigo y se ríen. Él no les dice nada, los saluda, yo saludo también, y seguimos.

Le pregunto a Alieski si no hay un sitio donde se pueda comprar maní tostado o molido. Jutinicú es un sitio emblemático por el maní que cosecha.

Me dice que Mami Sarapio vende tabletas de maní, que luego pasamos por ahí.

La casa de los Cabrales queda cerca de la escuela. En los extremos del terreno deportivo. Debe ser una de las que sufre daños colaterales por el irrefrenable desarrollo beisbolero.

En el portal hay una niña de primaria, un hombre, un bebe revolcándose por el suelo. Les cuento que ando averiguando acerca de los descendientes de la familia de María Cabrales, la que fue esposa de Antonio Maceo, porque me dijeron que ella era oriunda de la zona que queda por Los Chivos, aquí en Jutinicú.

Confieso que me hubiera gustado referirme a María Cabrales como la mambisa y curandera de la Guerra de los Diez Años, pero no sentí que fuera ese el momento para emprender una cruzada contra los prejuicios patriarcales.

Busco alguna anécdota que pueda haber trascendido de generación en generación, un mito incluso, que devuelva algo más de la santiaguera, de la guerra o su esposo. Pero en esa casa no tengo suerte. Una señora de mediana edad que sale a atenderme me dice que no saben nada, que ya en Los Chivos no quedan más Cabrales, ni en Jutinicú hay otra familia con el mismo apellido.

—Hay una María Cabrales que vive en El Diamante, una señora muy mayor, que es la mamá de la maestra de primaria de allí.

—¿Y eso queda lejos?

—Un poco. Tendrías que dormir aquí para coger a las seis el transporte que te sirve.

Desafortunadamente, el tiempo no me alcanzaría para romper los planes y aventurarme a conocer a la María Cabrales de El Diamante.

Antes de que concluya nuestra efímera expedición, Alieski me lleva a casa de Mami Sarapio, tal como había prometido.

Afuera, desde la acera, él grita su nombre varias veces.

La casa de Mami Sarapio está en construcción, en ladrillo crudo, con las tortas de cemento rebosantes, sin puertas ni ventanas colocadas. Su casa debió ser una de las tantas que destruyó Sandy.

—Parece que no está ahí –me dice–. Mañana si quieres regresamos.

Ver la vivienda de Mami Sarapio así, tan desprotegida, tan cualquiera podría colarse dentro, me causa vértigo. En Jutinicú dondequiera encuentras una casa completamente abierta, con la televisión prendida o la radio puesta, como pase usted y siéntese. Y cuando tocas o llamas no te sale nadie. Nunca sé si irme de inmediato o gritar más fuerte por si no me escucharon.

Entonces casi siempre se asoma un vecino y pregunta: “Quién busca”. Y siento como si me hubieran agarrado in fraganti haciendo algo indebido. Luego el vecino te informa cuándo salió el otro vecino, adónde pudo haber ido, cuándo podría estar de vuelta o dónde podría buscarlo y cómo llegar.

Todo el pueblo, en abstracto, podría definirse como una misma casa con múltiples habitaciones.

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Leonaldo Masó.

—Eso tiene una incógnita. ¿Qué pasa? Esa virgen fue plasmada ahí antes del Triunfo de la Revolución. En los primero meses que triunfa la Revolución, accidentalmente ella se desaparece de ahí. Alguien se atrevió a decir que la quitaron y la tiraron por el puente. Alguien dice que se la robaron. Conclusión: la señora Virgen de la Caridad del Cobre se perdió.

—¿No han intentado ponerla de nuevo?

—Hace unos años alguien se preocupó aquí por ponerla de nuevo.

—¿Hace cuánto fue eso más o menos?

—Eso tiene aproximadamente siete años. Ese murito que usted ve ahí que tiene la superficie de arriba se hizo entonces.

—Porque allí era donde estaba originalmente.

—Sí, originalmente, pero no tenía el murito ese. Ella estaba plana. Entonces hicieron el murito para poner otra. Pero la dirección del municipio no estuvo de acuerdo. Querían que se pusiera otra cosa. Y como no se aceptó eso, pues se le dio marcha atrás. Y así está eso en esa incógnita.

—¿Quién no quería que la pusieran?

—La dirección del municipio.

—¿El Gobierno municipal?

—El Gobierno municipal. Entonces estamos nosotros careciendo de esa señora tan amable y tan querida por la humanidad.

—¿Usted quería que la pusieran?

—Cómo no, cómo no… ¿Ella no está en El Cobre y está donde quiera? Entonces, ¿por qué no está ahí? ¿Tú me entiendes? No sé.

***

Son casi las dos de la tarde cuando regreso a casa de El Chino a hacer uso de mi invitación a almorzar.

En el televisorcito hay una película animada de vaqueros que transmite la Televisión Cubana. Es pésima. Los muñecos ni siquiera son dibujos auténticos. Parecen títeres animados. Nadie la mira. Resulta repulsiva. Al final, El Chino cambia el canal.

La comida no se tarda. En menos de cinco minutos, ya tengo delante un plato hondo y una cuchara. Me sirven arroz amarillo, boniato sancochado y tres trozos de majá entomatados. En abundancia. Luce apetitoso y pintoresco el menú.

—Es mucho –digo con temor a dejar en el plato.

—No importa –me tranquiliza Pipo–. Aquí nadie que se invite a comer puede quedar con hambre.

La carne me recuerda a la del cangrejo. Es media chiclosa, engominada. Pero me sabe ¿a pollo? Tal vez.

Pipo le entra a mordidas y desmenuza cada pedazo con los dientes con una pericia que envidio. Los restos que deja en el platico, unos huesos espinosos, quedan relucientes.

A mí me cuesta. No comprendo la forma, cuáles partes son blandas, qué se come, qué no. Me fajo con el majá. Cambia mi relación con la comida. Veo clarísimo al reptil vivo, con su cuerpo de túnel, sus contorsiones, su zigzagueo. Está muy entero el bicho. Todavía me parece animal y no alimento.

Todo aquello me resulta agotador. Demoro como 40 minutos. Y Pipo, el pobre, esperando a que acabe para levantarse de la mesa. Paso tanta dificultad, que se me quitan las ganas de comer, aunque no el hambre.

No puedo decir que me desagradó, pero tampoco que lo disfruté.

Casi que hubiera preferido matar al majá que comérmelo cocinado.

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Si los jutiniquenses no enloquecen de aburrimiento es gracias a su promotor cultural (Foto: Mónica Baró)

Si los jutiniquenses no enloquecen de aburrimiento es gracias a su promotor cultural (Foto: Mónica Baró)

Nadie habla de Jutinicú sin hablar de Alexei Yen. Si los jutiniquenses no enloquecen de aburrimiento es gracias a su promotor cultural. La gente lo admira, le agradece. Incluso cuando no viene al caso, se le menciona, como si diciendo su nombre se le honrara.

Alexei es un sujeto flaco, diligente, con una energía inmensurable, que rinde como para complacer a la población de todo un Consejo Popular.

—La gente me dice: “Yo no sé cómo tú tienes esa estirpe de ser tan ágil todo el tiempo”. Ah, es mi personalidad.

Sus facciones sugieren una mezcla de indio con negro. Son lánguidas y protuberantes al mismo tiempo. Los huesos le estiran la cara como si fueran a desgarrársela, dándole un rigor de lord británico que contrasta bruscamente con su boca y nariz desparramadas.

En el pueblo nunca pasa inadvertido. No se da aires de gran figura, pero se ha vuelto importante en la vida de las personas. Alexei conjuró el ambiente monástico que imperaba en esos parajes remotos y reivindicó derechos tan elementales como la recreación, el entretenimiento, las artes, el placer.

—Yo creo que desde niño esto me gustó –afirma refiriéndose a su trabajo–. Aunque no quería ser promotor cultural exactamente. Mi sueño siempre fue ser un bailarín profesional. Creo que eso lo llevo en la sangre.

Mientras la edad se lo permitió, apostó por la danza. Recorrió un largo trecho antes de aspirar a escenarios, luces y aplausos: confeccionó artesanías, recolectó café, cultivó la tierra, aprendió peluquería, reforestó el Consejo Popular. Cambió de vida cada vez que se le antojó. Pero ninguno de los mundos en que incursionó desde que comenzó a trabajar a sus 16 años consiguió apaciguar su vocación.

Alexei bailó cabaret dos años en Santiago con una compañía llamada Simbio Impacto y se presentó por varios municipios. Luego probó suerte en La Habana, con una agrupación folklórica, y también en el polo turístico de Varadero. Sin embargo, dice que en ninguna de esas dos ciudades la cosa fluyó como esperaba.

Tras esos periplos afanosos, el hijo pródigo de Jutinicú decidió retornar.

En su pueblo conservaba el empleo de promotor cultural, que había obtenido en 2001, cuando arrasó en Songo-La Maya con una comparsa que organizó. Ahí supieron que el muchacho tenía madera para esa lid y lo captaron. Era un líder nato, con poder de convocatoria. Además, el puesto estaba vacante porque la promotora se había ido.

Al principio le costó bastante crear un ambiente favorable para su gestión. Una obra de teatro o un concierto eran experiencias inusuales. Allí no había hábito de consumir arte.

—Las actividades eran un desastre –recuerda–. Siempre había broncas y fajazones. Tuve que ir conversando con la gente, trabajando persona a persona, inculcando la cultura y el desarrollo, hasta que hoy ya realizo actividades acá sin problemas.

Alexei es un generador inagotable de proyectos. Los saca debajo de la manga junto con algún nombre rimbombante. No todos los elabora y detalla sobre papel. Empieza a hacer lo que se le ocurre y luego escribe.

La promotora que estaba antes legó al consejo la Peña Seguidores de Frank (País), que se orienta a la formación de valores en jóvenes y ha recibido múltiples premios en el municipio. Y él ha mantenido el espacio. Lo ha extendido por otras comunidades.

Además desplegó otras iniciativas. Creó Huellas, que recupera la tradición de celebrar el sábado de gloria, durante Semana Santa; Con Amor para Ti, donde se comparten poemas y canciones; Pintando mi Comunidad, que incentiva en niñas y niños el cuidado de la naturaleza; Volver a Vivir, espacio dedicado a la tercera edad; y Cultusabeando, una especie de juego que combina manifestaciones artísticas con asignaturas escolares.

—La gente me dice: “¿Pero por qué tú le pones ese nombre tan extraño?”. Y yo digo: “Porque es la mezcla de la cultura con el saber”.

En coordinación con el municipio, ha podido traer orquestas de música popular bailable a Jutinicú. Aquí han tocado La Típica Juventud de Santiago de Cuba, Angelito y su Banda, La Combinación. También el proyecto Lo que se Lleva de la discoteca de La Maya ha venido a poner música y a presentar su espectáculo de rap. Cuenta que la apertura del verano de 2015 la realizó con ellos y le quedó muy buena, porque ese grupo es muy profesional.

A sus 41 años, la aspiración de Alexei es superarse y entrar a la universidad, en la carrera de Estudios Socioculturales, dice que para poder ofrecerle a su pueblo las actividades que se merece y continuar investigando su historia.

—El nombre que tengo en el municipio, tengo que agradecérselo a este pueblo –resalta–. Yo puedo ser promotor y puedo trabajar muchísimo, pero si ellos no me valoran, no puedo ser nadie. Todo lo que soy tengo que agradecérselo a este pueblo.

***

La bodega de Jutinicú es territorio de mujeres. Son tres las encargadas de despachar los productos de la libreta de abastecimiento, más los otros que se comercializan por la libre.

Entro al establecimiento para guarecerme de una lluvia estrepitosa, que recoge a la gente en sus viviendas, encharca las vías centrales y crea atolladeros de fango.

Intento entrevistar a las mujeres pero no acceden. Continúan como hormigas, de un lado a otro con sus menesteres, sin prestarme atención.

En la bodega todo está pulcro, ordenado, bien distribuido, como casa de muñecas sin estrenar. En cuanto hay que hacer algo, se hace. Sin dilaciones.

En un instante, como está lloviendo y nadie viene, se sientan y conversan. Hablan de lo bien que se lava con el agua de lluvia, porque el jabón rinde más, aunque hay que enjuagar con agua dulce porque la lluvia es muy babosa. Hablan de su inconformidad con el programa musical Sonando en Cuba y alegan que la santiaguera cantó mejor que la habanera. Hablan de lo bueno que sería contar con una peluquería en el pueblo o poder sintonizar Multivisión para ver películas los domingos.

Me limito a escuchar, en lo que pasa el nubarrón.

Media hora después, el cielo está límpido como si no hubiera ocurrido nada.

La bodega recupera su ritmo. Otra mujer limpia enseguida el portal de la entrada. Me despido. Les digo que voy a insistir al día siguiente. Me miran benevolentes. Saben que me responderán lo mismo. Y de cierta forma, yo también lo sé.

***

El pueblo antes tenía vida, porque era la ruta entre Santiago y La Caoba y todos los carros pasaban por ahí (Foto: Mónica Baró)

El pueblo antes tenía vida, porque era la ruta entre Santiago y La Caoba y todos los carros pasaban por ahí (Foto: Mónica Baró)

Después de 53 años viviendo juntos, Maricela Ruiz y Rodolfo Luque parecen como si estuvieran en plena luna de miel. Cruzan miradas y se sonríen como si se dijeran cosas que nadie más puede entender. Se aman sin abusar de las garantías del tiempo.

—Estamos aquí unidos para siempre, hasta que la naturaleza disponga de uno o de otro. Y pienso que lo que no sucedió en tanto tiempo, no pueda suceder ahora. Pienso yo, no sé él. Esa es mi idea. –Y lo mira provocativa, esperando su reacción.

—Y es la mía también –le confirma Rodolfo–. No hay pareja que llegue a esa altura en la actualidad.

Maricela a ratos se nota nerviosa, como si Rodolfo todavía lograra inquietarla. Ríe de las cosas que él dice, de las que no dice.

Su esposo permanece impasible en un sillón de madera. La deja hablar de las vicisitudes que enfrentan. Él es un hombre parco y ella es como un caudal. Cuando decide intervenir, casi siempre confirma lo que dijo su esposa antes o suelta una frase contundente con la cual suele impresionarla.

Rodolfo explica que el pueblo antes tenía vida, porque era la ruta entre Santiago y La Caoba y todos los carros pasaban por ahí.

—Aquí paraban a desayunar. Había un comercio muy grande, pero eso ya no existe. Esto se ha desbaratado por completo.

Desde que hicieron la carretera de Mayarí, Jutinicú perdió los beneficios de conectar ambos destinos.

—Nos quedamos aquí como en un hueco sin salida –precisa Maricela.

El camino y el transporte refuerzan la metáfora. Son seis kilómetros cuesta arriba desde Songo hasta Jutinicú. La ruta es agreste, pedregosa, castigada por el sol.

—Nosotros mañana tenemos que ir al policlínico de Songo, porque yo lo acompaño a él adondequiera que vaya, y nos vamos de aquí apretujados en la primera guagua. Y voy rezando todo el camino porque aquello parte el alma. Es una guagüita donde se monta el doble o el triple del personal que debe llevar. Cuando vamos por esa loma, yo ni hablo.

El único medio de transporte público medianamente estable para todo el Consejo Popular es una guagua con una capacidad de 24 asientos, que entra de lunes a sábado dos veces al día: a las seis de la mañana y a las cinco de la tarde. Aunque hay que vigilarla porque sus horarios pueden variar. Y si llueve, quizás ni sube.

—Yo salgo porque no me queda más remedio –dice Maricela–. A veces me dicen: “¿Tú vas a pasear?”. Y digo: “A mí no me hablen de paseo que yo no paseo”. ¿Adónde voy a pasear? Aquí no se puede salir.

También hay tres tractores, pero ajetrean en los campos desde temprano y administran su petróleo a cuentagotas. Solo en casos de emergencias médicas en que no hay ambulancias disponibles se molesta a los tractoristas.

—Entonces tenemos que regresar a pie. Porque si terminamos a las diez de la mañana, ¿vamos a esperar guagua hasta las cinco de la tarde? Y así como usted lo ve, él está completamente enfermo. A veces nos quedamos en la entrada por si pasa un tractor y él me dice: “¿A quién esperamos?”.

Rodolfo, con 70 años, tiene un historial de trece cirugías.

—Y cuando nos enfermamos, ay chica, qué sufrir… Los problemas cerebrovasculares no se deben sacar en tractor y sin embargo hay que sacarlos. Si se murió se murió y si vivió, vivió.

Por el Plan Turquino, Jutinicú, Matahambre y Jarahueca, los tres Consejos Populares montañosos de Songo-La Maya, cuentan con dos ambulancias especiales. Pero no siempre han estado disponibles y la población ha tenido que socorrerse con otras alternativas.

—Aquí la gente coopera pero está como desilusionada. Y en todas las reuniones es el transporte, el transporte, el transporte… Nosotros con camino y transporte fuéramos felices. Nada más es lo que pedimos.

Leonel Salazar, presidente del Consejo Popular, asegura que para finales de 2015, con lo que sobre de un presupuesto de dos millones de pesos cubanos destinado a la reparación del camino de Matahambre –a 14 kilómetros de la cabecera– se va a “mejorar parte del camino y a echar una capa de asfalto desde la virgen hasta la escuela”. Y que para 2016 se sustituirán los ómnibus de todas las rutas de montañas por otros más grandes, se incluirá un tercer viaje y se extenderá el servicio a los domingos.

***

Inés Santana fue nuera de la mujer que colocó la virgen en Jutinicú. De sus 74 años, 50 los ha vivido aquí. Alexei me acompaña a su casa. Dice que ella es la más indicada para contar esa historia, o al menos la versión que afirma que la capilla se construyó después de 1959. Hay gente que recuerda haberla venerado desde mucho antes.

—Mi suegra trabajó mucho en el sublevamiento, vendiendo bonos y esas cosas. Entonces ella prometió a la Caridad del Cobre que si triunfábamos, iba a poner una ermita. Y en cuanto triunfamos, ella la puso en la entrada del pueblo, en el crucerito de la línea.

—¿Cuándo fue exactamente que la puso?

—Bueno, yo me casé en el 65 y ya estaba puesta. Todo el dinero que se recaudaba era para el beneficio de la comunidad, de los necesitados. El dinero se llevaba también a El Cobre. Ahí nadie tocaba ni robaba un centavo. Pero parece que hubo una persona a la que le molestó aquello y la cogieron de ahí y la rompieron y la tiraron por un río. Esa es la historia que yo sé.

—¿En qué año fue que la rompieron?

—Ahí sí yo no recuerdo.

—Entonces cuando usted se casó en el 65 todavía estaba.

—Sí, sí, sí. Y duró bastante tiempo. Después fue que una persona osada la cogió y la rompió. En el río la vieron rota.

—Usted no la vio rota.

—Yo no, mi vida, yo no la vi, pero las personas de aquí saben que la rompieron y la tiraron allá.

—Se dice que un día la gente se despertó y no encontró a la virgen –dice Alexei–. Y era búscala, búscala y búscala, hasta que la encontraron en el puente del camino tirada. En sí, la historia no está clara, ni quién la rompió, ni por qué la rompieron tampoco. No se sabe si fue una maldad o que la mandaron a romper.

—Hay versiones que dicen que nosotros estamos tan atrás porque hasta que no pongan una virgen ahí, no vamos a ir adelante –agrega Inés.

—¿Su suegra estaba viva cuando quitaron la virgen?

—Mira, mi vida, ellos se mudaron para Songo. Alexei, ayúdame.

—Sí, yo creo que sí –señala Alexei–. Ella estaba viva pero no estaba aquí. Cuando ellos se mudaron para Songo, ya yo había nacido en 1975, y yo no llegué a ver la virgen. Es decir, que ella vivía en Jutinicú cuando la rompieron.

—Y luego intentaron ponerla de nuevo –afirmo.

—Eso oí, porque yo no estaba aquí cuando eso –me dice ella–. Estaba en un viaje para La Habana. Yo oí que quisieron poner de nuevo una virgen, pero no sé por qué razón se opusieron. ¿Fue el gobierno que se opuso?

—Sí –responde Alexei.

—Ah… En aquellos años que la cosa era recalcitrante –advierte Inés–. Ah, bueno. Yo sí sé que la querían poner. Pero entonces dijeron que lo que iban a poner era un mártir. La cosa fue que no pusieron nada.

—¿En qué año habrá sido ese intento de colocar de nuevo a la virgen?

—Ay, mi amor, yo en las fechas sí es verdad que estoy… No hace ni cinco ni diez. Hace más. ¿Verdad, Ale?

—No. Hace menos –dice Alexei.

—¿Como diez años? –pregunta Inés.

—Hubo un primer intento hace como seis o siete años –refiere Alexei–. Y después hubo un segundo intento, hace como tres años. El motivo por el que no dejaron ponerla no sé explicarlo. Incluso propusieron que la colocaran al frente de la casa culto católica y la gente no quiso, porque dice que hay que ponerla donde estaba.

—¿Y por qué no la ponen y ya? –pregunto.

—Para evitar problemas –me dice Alexei.

—¿Qué es lo que puede perjudicar una virgen ahí? –opina Inés–. Pero entonces van a El Cobre. Van a otro lado. Y si tú la tienes ahí también, ¿no la puedes venerar igual y quererla? Y si no la quieres, bueno, por lo menos la respetas.

***

Leonel Salazar, presidente del Consejo Popular Jutinicú.

—Desde que yo empecé a visitar Jutinicú en 1980 la virgen no existía. Según versiones de personas mayores, un borracho la quitó y la tiró en el puente. Pero luego la recogieron y entonces la iglesia no quiso asumir otra vez que la virgen estuviera en ese lugar. Varias personas han venido con esa preocupación, de por qué no se vuelve a poner. Incluso yo he contactado con los compañeros de la iglesia y dicen que no se oponen a que la virgen se ponga otra vez. Que si el Gobierno y el Partido [Comunista de Cuba] aprueban ponerla, ellos no tienen inconveniente.

—Hay gente que dice que en dos ocasiones han intentado ponerla y han dicho que no, que no se puede poner.

—Vinieron unos compañeros que quisieron ponerla y empezaron a trabajar. Hicieron el muro, pero se quedó ahí. Nada más.

—Y ¿por qué no dejaron que la pusieran?

—No, no se les prohibió. Es que no vinieron a continuar el trabajo los compañeros que lo estaban haciendo. Parece que alguien les dijo que no lo hicieran por alguna razón. A ciencia cierta, yo no tengo así en la mano nada que me diga, ni que me hayan dicho personalmente, que no se va a poner por esto.

—O sea que si mañana viene alguien con una virgen y la quiere poner ahí y la comunidad está de acuerdo, ¿se puede poner?

—Sí. La virgen si la hacen sí. Puede ser.

Sobre el autor

Mónica Baró

Reportera. Graduada de Periodismo en 2012. Periodista de la revista 'Bohemia' (2012-2014). Egresada del Taller de Técnicas Narrativas del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (2010). Participante del Taller Formación de Formadores (2011) y del Taller Latinoamericano de Comunicación Popular (2013) en el Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr. (Cuba). Coordinadora y ponente en el Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios (desde 2011). Coordinadora del Proyecto educomunicativo Escaramujo, en Matanzas (2012). Participante de la Corte de Mujeres de los Consejos Populares de Centro Habana (2013). Participante en el Seminario de Construcción Colectiva. Descolonización de saberes: subjetividad y luchas emancipatorias en América Latina y el Caribe, del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI), Costa Rica (2014).

Un comentario

  • Naci alli y leer esto me ha dado gran nostalgia, estudie, en esa escuela, y la secundaria la hice en songo, recuerdo mi niñez , mi familia toda, mi casa, mi primer novio, en fin todo, nunca mas volvi pero concuerdo con roberto mi primo, ese pueblo ha dado muchos profesionales, yo por ejemplo soy ingeniera en telecomunicaciones y electronica y vivo en pinar del rio, donde cree mi propia familia y laboralmente he ocupado gargos a nivel provincial. mis saludos para esa gente aguerrida y maravillosa con ese gran potencial humano que los caracteriza. aun tengo familiares alli.

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