27 de junio de 2006. Karim -el más famoso, como se autodenomina- salió en una barca del área senegalesa de Kasamansa, al sur del país africano. En su ruta hacia Europa, la embarcación pasó 15 días en el mar hasta llegar a las costas canarias de Tenerife. Ahí comenzó un periplo por centros de internamiento de extranjeros y por varias ciudades españolas que finalizó en Barcelona, donde se asentó finalmente.

Cuando llegó a Barcelona, Karim* comenzó a recoger chatarra. Es el único trabajo que puede hacer sin documentos: “Antes de robar preferimos hacer esto”, dice. La labor consiste en dedicar más de 12 horas al día a recorrer hasta 30 kilómetros arrastrando un carrito de supermercado que puede llegar a pesar 300 kilos. Todo para ganar cinco, 10 o 15 euros (entre seis y 18 dólares estadounidenses). No más.

El senegalés cuenta que en 2006 se podía vivir de la chatarra porque no había mucha gente recogiendo. Hoy son miles los recicladores informales que recolectan por las calles de Barcelona, la mayoría migrantes subsaharianos sin papeles que, como Karim, llegaron a Europa en busca de una vida mejor. Todo el mundo los ve y, sin embargo, son invisibles.

Karim es un senegalés de 43 años que llegó en 2006 a España en una tortuosa travesía por el mar. Empezó recogiendo chatarra en la calle y hoy tiene su propia chatarrería (Foto: Judit Alonso).

Para Federico Demaria, profesor de Ecología Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, la recolección de residuos reciclables es un trabajo esencial pero nadie lo quiere reconocer. “Si no fuera por los recicladores informales, mucha chatarra se iría al vertedero, por lo que son un claro actor de la economía circular. Los recicladores dan un servicio a la sociedad y un servicio ambiental por el reciclaje que hacen de forma gratuita”, puntualiza el experto en reciclaje informal en el mundo. “Las empresas privadas cobran de la Administración por recoger, transportar y reciclar esos materiales; mientras que los recicladores informales hacen algo parecido sin cobrar nada del Estado”.

Demaria, junto a un equipo de su universidad, encabeza un proyecto de investigación sobre los recicladores informales en la capital catalana, sobre los cuales, asegura, se sabe muy poco. “No sabemos cuántos recicladores hay ni cuánto material recogen. Tampoco su contribución económica por el trabajo que hacen, pero no es difícil de imaginar que si hay miles y recogen miles de toneladas de material al día, ese material tiene un precio. Y haciendo una simple multiplicación estaríamos hablando de unos cuantos millones de euros”, apunta.

Poco aprovechamiento

En Barcelona y su área metropolitana viven tres millones, 239 mil 336 habitantes. Cada uno generó en 2017 un promedio de 445 kilos de basura, según datos de Gestión de Residuos del Área Metropolitana de Barcelona (AMB). De estos, el 90% se podría reciclar o reutilizar, pero la Agencia Catalana de Residuos señala que solo se aprovecha el 35 por ciento: uno de cada tres kilos. Lejos así de los objetivos de reciclaje que marca la Unión Europea, para alcanzar el 50% en 2020 y el 65 en 2030.

El modelo catalán de recogida selectiva dispone en cada cuadra cinco contenedores para depositar los residuos por separado: plástico, vidrio, papel, orgánico y el llamado resto, donde se deposita todo lo que no se puede reciclar. Además existen los llamados puntos verdes fijos y puntos verdes móviles, donde los ciudadanos deben llevar los residuos para los que no hay sistema de recogida domiciliaria ni contenedores específicos. Se trata de objetos electrónicos, metales, bombillas, pinturas, colchones, ropa, etcétera.

Entre 2013 y 2017 se recopilaron 344 millones de toneladas de chatarra en estos equipamientos, según estadísticas de 2018 del AMB. Y para los residuos más voluminosos, la ciudadanía tiene otra opción: el llamado Día de los trastos. Una vez por semana, según el barrio, los habitantes pueden dejar en la calle muebles y colchones, para que los recoja un camión municipal. Es un día muy provechoso para los recicladores en general, que suelen estar atentos a todo lo que se bota antes que pase el camión de la alcaldía.

Los recicladores encuentran la mayoría del material reciclable junto a los contenedores de basura de la ciudad tras ser botados por la ciudadanía (Foto: Javier Sulé).

Especialmente a partir de la crisis económica de 2008, donde muchas personas se quedaron sin empleo y comenzaron también a buscar en las calles algo para vender. Además, los trabajadores de la construcción dejaron de regalar el material sobrante para venderlo ellos mismos en las chatarrerías y poder sacar un ingreso extra. La crisis provocó que personas con papeles y autóctonas de la ciudad hallaran en la chatarra una manera de sobrevivir. Como Héctor, un chico de 26 años que lleva tres en el mundo de la chatarra. Vive en la calle y su único sustento es lo que ingresa día a día.

Entre las sombras

Héctor se levanta todos los días a las seis de la mañana y recoge el carrito que le permiten guardar en la chatarrería de Karim. Camina con sus auriculares puestos, escuchando la música que ameniza sus jornadas, algo de Extremoduro o rock catalán. Recorre toda la ciudad mientras saluda a sus compañeros. A algunos los conoce desde hace varios años, a otros los ve por primera vez. Entre ellos son visibles. Héctor sueña con que este sea un trabajo dignificado. “Me gustaría que fuese una labor regulada, dónde poder asegurarme una jubilación el día de mañana. Esto no deja de ser un trabajo, no dejas de buscarte la vida”.

El joven confiesa que él no tiene problemas en hablar, en ser grabado y explicar cómo viven quienes se dedican a recoger chatarra. O cómo malviven. Pero quienes no tienen la nacionalidad española, no quieren hablar. Unos por miedo a volverse visibles y, por ello, ser deportados. Otros, porque no quieren que sus familias sepan en qué trabajan.

Héctor es español, vive en la calle y lleva tres años reciclando (Foto: Javier Sulé).

“Ser chatarrero es un fracaso del proyecto migratorio. Muchas personas no dicen a sus familias a qué se dedican y les dicen que trabajan en otra cosa para no avergonzarlas”, añade Nfaly Faty, técnico del Programa de Atención Humanitaria de Asentamientos de la Fundación Cepaim en Barcelona. Faty acompaña a las personas que viven en las naves industriales abandonadas o en los pisos sobreocupados, la mayoría de ellas migrantes.

En estos asentamientos, afirma, viven en condiciones muy difíciles: “No tienen agua, no hay electricidad y tenemos que organizarlos, pero también contactar con las administraciones locales para solucionar algunas de sus necesidades básicas con relación al empadronamiento, la tarjeta sanitaria o la documentación”. De hecho, uno de los lugares en los que trabaja el técnico -una nave abandonada en un estado muy precario, en el que vivían cerca de 100 personas sin hogar que trabajan como recolectores- se incendió el pasado 9 de diciembre, dejando cuatro víctimas mortales y decenas de heridos.

Faty admite que el trabajo de recolector es para sobrevivir, en primer lugar, porque no hay otra posibilidad. Pero agrega que también hay que reconocer su trabajo porque son personas que están haciendo una labor para la comunidad. “Recogen lo que no quiere nadie. Limpian la ciudad”.

La mayoría de personas migrantes que se dedican al reciclaje vive en apartamentos sobreocupados o asentamientos informales, como este del barrio del Poble Nou de Barcelona (Foto: Marta Saiz).

Un ecosistema complejo

Los recicladores se enfocan justamente en los metales, una de las fracciones que más se escapan de los circuitos oficiales de gestión de residuos; donde el sector formal convive e interactúa, con cierta normalidad, con el sector informal. La informalidad empieza cuando el reciclador recoge el material que encuentra en un contenedor: en la calle, en una obra o que le entregan en una casa. Y acaba cuando lo vende a una empresa formal y legalizada, normalmente una pequeña chatarrería de acumulación que actúa de intermediaria. Luego, a su vez, esa chatarrería vende el material a otros intermediarios más grandes, con una capacidad de almacenamiento mayor, que son los que después venden a la industria recicladora.

El Gremio de Recuperación de Cataluña reconoce abiertamente la contribución de éstos al sector. “En 2013 hicimos un estudio en el que calculamos que, de las casi 550 000 toneladas de residuos metálicos que se recuperaron, en torno al 22% provino de estos recolectores informales. Y que unas 54 000 personas en Cataluña se dedicaban a este trabajo de manera informal”, afirma Victoria Ferrer, directora de un gremio con más de 250 empresas asociadas y que gestionan más del 90% del material que se recupera en esta comunidad autónoma, entre metales, aparatos eléctricos y electrónicos.

Así, los recicladores informales son un eslabón muy débil que contribuye a la existencia de un sector muy próspero de la economía española. En toda España, según la Federación Española de la Recuperación y el Reciclaje (FER), existen más de 5 000 empresas especializadas que gestionan residuos y generan un volumen de negocios superior a los 10 000 millones de euros (12 137 millones de dólares) anuales, cercano al 1% del PIB nacional. En 2019 gestionaron más de seis millones de toneladas de chatarras férricas.

Con todo, parte de la primera línea de producción de un negocio que mueve miles de millones de euros vive en la absoluta marginalidad. Para el investigador Demaria, las condiciones de los recicladores podrían mejorar si hubiera un proceso de formalización, que haría incluso que pudiesen reciclar más, pero haría falta el apoyo de la Administración.

“No necesariamente tendría por qué ser un pago directo. Podría ser mediante facilidades como otorgarles bicicletas eléctricas con un carro detrás, creando cooperativas, haciendo que los puntos verdes municipales se vuelvan centros de acopio para ellos o desarrollando una aplicación celular para que venga un reciclador a casa cuando un ciudadano lo solicite”.

Sin embargo, regularizar su situación laboral no es sencillo. Una gran mayoría no dispone de documentación y se encuentra en situación irregular en España. Demaria apunta también como impedimento al modelo de desarrollo basado en el mero crecimiento y las privatizaciones. “Tal y como se entiende el desarrollo, los recicladores tienen que desaparecer. Está pasando en muchos países del hemisferio sur, donde tienen que entrar las empresas privadas y los persiguen de todas las maneras: no permitiéndoles que entren en los barrios a recoger los residuos, haciendo contenedores con agujeros cada vez más pequeños o instalando contenedores inteligentes que solo se pueden abrir con una tarjeta”.

En países como Brasil, Ecuador, Argentina, Colombia o Chile, sin embargo, miles de recicladores sí fueron formalizados y realizan una labor cada vez más reconocida. “En muchos casos, hacen recogida puerta a puerta, algo que en Europa es considerado lo más puntero. De hecho, los únicos en Cataluña que cumplen con el 60% del reciclaje que marca la directiva europea son los pueblos que hacen recogida puerta a puerta y esto los recicladores lo hacen, no han dejado nunca de hacerlo”.

Bajo el principio de responsabilidad extendida del productor, se crearon los Sistemas Integrados de Gestión (SIG), por el que empresas o fundaciones privadas especializadas se hacen cargo del reciclaje de cada tipología de material: plástico, vidrio, papel, grandes electrodomésticos, aparatos eléctricos o baterías, entre otros. El municipio vende a estos gestores todo el material reciclable que trata y recibe un pago por tonelada que compensa parte del costo de la gestión municipal de los residuos.

Nuevo modelo, no para todos

Barcelona inicia ahora un cambio de rumbo en su política de gestión de residuos con un nuevo modelo, sobre todo en lo que atañe a la recogida y que podría perjudicar a los recicladores con la posible eliminación de los contenedores de rechazo, donde habitualmente encuentran material. La recogida selectiva lleva años estancada y se pretende llegar al 55% de reciclaje en el año 2025.

“Vamos a un modelo de recogida puerta a puerta o de implementación de contenedores inteligentes, con apertura previa identificación. Es un sistema con menor coste económico, menor impacto ambiental y generará puestos de trabajo en el sector del reciclaje”, explica Víctor Mitjans, responsable del servicio de programas y estudios del AMB.

Para el técnico municipal, la generación del llamado “empleo verde” podría ser una oportunidad laboral para los recicladores, pero ve difícil que pueda consumarse: “Normalmente son personas en situación irregular, por lo que es complejo encontrarles encaje en el modelo oficial. En cualquier caso, la gestión de los residuos debe solucionar el problema de los residuos. Y el tema de la informalidad, o del modo de vida de estas personas, debería solucionarse con políticas sociales. Pretender que la política de gestión de residuos dé soluciones sociales… creo que son cosas que no se deben mezclar”.

Julián Porras, sociólogo experto en temas de reciclaje informal y compañero de trabajo de Demaria, replica: “No creo que Barcelona, ni ninguna ciudad del hemisferio norte, pretenda hacer políticas como Bogotá o Brasil, de ver recicladores en los sistemas de gestión de residuos de la ciudad; porque tendrían que contradecir sus propios principios. Hay una gran maquinaria alrededor de las empresas de gestión de residuos, donde la mayoría son privadas y con plantillas subrogadas”.

Alencop: un modelo de integración social pionero a nivel estatal

En 2013, la ocupación de una nave industrial en Barcelona por parte de más de un centenar de personas y su desalojo por parte de la policía produjo un debate en la ciudad sobre las condiciones en las que viven muchos migrantes. Siete años más tarde, el incendio de otra nave ocupada por casi 200 personas, en la que gran parte de ellas se dedican a recoger chatarra, en Badalona (ciudad colindante a Barcelona) saca a la luz la misma problemática.

En el caso de Barcelona, en julio de 2013 una jueza ordenó el desalojo de la nave industrial, de propiedad privada y declarada en ruinas por el Ayuntamiento de la ciudad, liderado por el alcalde de la época, Xavier Trias. El consistorio desarrolló una alternativa a través de una cooperativa especializada y pionera a nivel estatal, para emplear a las personas que recogen chatarra. A través de esta cooperativa llamada Alencop, se dió alojamiento, documentación y un sueldo digno a unas 30 personas que lograron trabajar allí.

Una bicicleta de la extinta cooperativa Alencop, la única iniciativa que ha habido en Barcelona para formalizar a un grupo de 30 recicladores informales (Foto: Archivo Marta Saiz).

Tidiane, un chico senegalés de 33 años, fue una de las personas que vivió en esa nave, a la que llegó en abril de 2012. Con más de 10 años viviendo en Barcelona y alrededores, la chatarra se convirtió en su compañera inseparable, experiencia que le abrió la puerta de Alencop. No obstante, el proyecto -con un presupuesto inicial de cinco años (2015-2020) y con varios problemas de impagos a los empleados- se vio afectado por el coronavirus y tuvo que cerrar sus puertas definitivamente el pasado mes de marzo. Erick, otro de los recicladores que formó parte de la iniciativa, critica el mal funcionamiento de la cooperativa, ya que su actividad se limitaba a recoger aparatos en desuso sin poder desmontarlos, lo que podría haber dado más rentabilidad al negocio. No obstante, para ello, hacía falta una licencia que se obtuvo más tarde, cuando la cooperativa dejó de funcionar.

La incertidumbre del día a día

Alrededor de las cinco y media de la tarde, Héctor regresa a la chatarrería. Karim lo recibe de nuevo, pues tras ahorrar lo suficiente, hace siete años se convirtió en el encargado de este local de acumulación en el barrio de Poblenou. Estos centros de acopio son a los que los recicladores informales venden la mercancía. Luego éstas las venden a otras más grandes, con capacidad para tratar los residuos.

Una cadena larga, donde los precios varían de un día para otro, regulados por la bolsa de valores de Londres. Hasta finales de 2020, el hierro se pagaba a 0.07 euros (0.085 dólares) el kilo, el aluminio a 0.50 euros; el latón a 0.60 por kilo, el plomo a casi un euro (1.21 dólares), el papel a 0.16 y el cobre, producto estrella, a 4.5 euros (5.45 dólares).

Mientras que para Héctor fue un mal día, pues solo pudo recoger 75 kilos de hierro, que significan unos cinco euros (seis dólares), para Karim fue de ganancia normal: recibió entre cuatro y siete toneladas de material para vender gracias a sus casi 200 clientes diarios, la gran mayoría hombres africanos procedentes de Senegal, pero también de Gambia o Mali.

En este trabajo de hombres, hay pocas mujeres. No obstante, entre ellas está Claudiris, que regenta otra chatarrería a escasos metros de la de Karim, donde llegan más de un centenar de personas cada jornada, de lunes a sábado, con los kilos de metal, cobre y hierro que ella recibe para revender. Natal de República Dominicana, Claudiris llegó hace 21 años a España, donde comenzó limpiando habitaciones de hoteles hasta que consiguió ahorrar y abrir su propia chatarrería. Alquiló una nave grande y ahí comenzó a recibir a sus primeros clientes. Aunque le gusta su trabajo, confiesa que es muy duro y que no espera que sus 44 años le den para mucho más.

Con la misma edad, no obstante, Karim sí ve su futuro en la chatarrería. Aunque ya prepara su jubilación, no piensa en regresar a Senegal porque considera que allí no se puede vivir y que sus habitantes se ven forzados a buscar una vida mejor fuera por la gran desigualdad, la corrupción y la explotación por parte de países extranjeros. De hecho, la última semana de octubre, murieron 480 senegaleses en la misma ruta migratoria que usó Karim. Según la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas, de 2014 a octubre de 2020 murieron 16 mil personas tratando de cruzar el Mar Mediterráneo.

Por ello, afirma que seguirá llegando gente que arriesgará sus vidas porque no les queda otra opción. “No hay dinero para el pueblo, para la educación, para la salud… para nada. Muere un millón de personas tratando de cruzar y siete millones más están pensando en venir”.

 

*Los apellidos de algunas personas fueron omitidos a su solicitud. 

Ilustración de portada: Andrea Paredes.

Este reportaje es parte de la serie de publicaciones resultado de la Beca de producción periodística sobre reciclaje inclusivo ejecutada con el apoyo de la Fundación Gabo, Latitud R y Distintas Latitudes.

Sobre el autor

Judit Alonso

Periodista independiente. Escribe sobre medio ambiente y cambio climático en Deutsche Welle (DW).

Sobre el autor

Javier Sulé

Fotógrafo y periodista independiente, enfocado en Colombia. Colabora en medios como El País.

Sobre el autor

Marta Saiz

Periodista especializada en derechos humanos, conflictos internacionales y periodismo para la paz con enfoque de género. Ha publicado en medios españoles, colombianos y argentinos.

Un comentario

  • Un reportaje , muy alejado de la realidad , investiguen más , un chatarrero africano , está muy lejos de los 5 o 10 € que dice el reportaje el promedio de un chatarrero africano está entre 60 y 80 € diarios ahy les voto un dato cobre 6 € por kilo y el hierro 27 céntimos por kilo , lo cual en 100 kilos son 27 € , la estrategia del africano es tirar de la pena plantarse en frente de una obra con el discurso de los 5 euros diarios tirar de la pena y llenar el carro , investiguen más , y si no me creen plantece frente a la ventanilla de pago de cualquier chatarrería a ver si me.equivoco nada más lejos de la realidad que plantean aquí nada más lejos de los 10 euritos por un carro lleno de metales ,

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