Desde una habitación del antiguo centro de convenciones del reparto Villa Panamericana, Habana del Este, donde la internaron el viernes 15 de mayo, Bárbara Pérez me cuenta por WhatsApp que le volvió a subir la fiebre y que ahora, además, le duelen los riñones.

Es la 1:30 a.m. del lunes 18. Ella en un cuarto con cuatro literas ocupadas abajo. La puerta da a un pasillo mal iluminado que tiene otras puertas; colcha con cloro frente a cada una. Un cuarto de esos es el puesto médico. Los demás son cubículos donde duermen 52 personas sospechosas de COVID-19.

(Sé todo esto por fotos y pequeños videos que me envía Bárbara –en uno, sobre las 12 de la noche, un reguetón traspasa las ventanas).

Ella no puede dormir por la fiebre.

—Sigo con 38 ˚C, pero aquí no hay medicamentos. Yo traje ibuprofeno y el doctor me dijo que me tomara dos.

No sabe cuántas, pero al baño que va solo van mujeres. Cree que haya al menos otro en ese piso, no está segura, como no está segura de muchas cosas respecto a donde está, porque sale poco: al baño, a la nevera, y nada más. El baño es una hilera de duchas, una de retretes, tres lavamanos y un patinejo al que se escapan a fumar algunas.

Las compañeras de cuarto de Bárbara tienen 21, 25 y 49 años. Están ahí porque una tuvo dolor de garganta, otra tuvo tos y la tercera fiebre. Bárbara, de 29, después de una semana con placas en la garganta, tratando de controlar con dipirona la destemplanza, pasó de 38 ˚C. Entonces la remitieron desde el policlínico Jorge Ruiz Ramírez de Playa, municipio donde vive.

El Protocolo de actuación nacional para la COVID-19 establece que los contactos de casos positivos y los sospechosos deben ser aislados temporalmente en centros como ese. Aunque la última versión publicada, fechada en mayo, define “sospechoso” como paciente con manifestaciones clínicas respiratorias que tenga antecedentes de viajero, que haya estado en contacto con turistas o con al menos un caso confirmado, desde que el 7 de abril el país entró en fase de transmisión autóctona limitada, las autoridades han tratado el virus con más rigor.

—Aquí hay una muchacha que fue pesquisada en su trabajo. Tenía 37 ˚C, sin embargo, cuando la llevaron al policlínico y hasta hoy siempre ha dado 36 ˚C.

Las compañeras de cuarto de Bárbara son de distintos municipios, no se conocían. A otros con quienes he conversado, contactos todos, los han internado con sus familiares. Adrián López, por ejemplo, estuvo cinco días en una habitación solo con su madre; Lenia Jiménez, cuatro con su hijo y con otras seis personas.

En estos centros, según la ACN, las camas están separadas a más de un metro y los pacientes permanecen en sus cuartos, a donde les llevan los alimentos, medicamentos y nasobucos que son recambiados cada tres horas. Los médicos “están totalmente aislados, lejos de su familia por el tiempo que sea necesario, y una vez finalizada su labor ahí pasarán a otra institución con la misma función, pero como pacientes”. En el antiguo centro de convenciones el personal de salud viste batas verdes, con tapabocas y máscaras plásticas. Trabajan turnos de 12 horas.

Ya son las 2 a.m. y a Bárbara le hacen efecto los ibuprofenos. Me cuenta que al llegar le dieron un módulo: pasta dental, papel higiénico y dos jabones. Pero no repartieron nasobucos. También me envía una foto del desayuno: huevo hervido, masa real, pan con queso y una tajada de melón. Le reenvío una del desayuno de Adrián: pan con queso y yogur.

Adrián López tiene 20 años y toca el violín en una banda mariachi. Por ser contacto de su prima I, lo internaron el 26 de abril en la UCI (Universidad de Ciencias Informáticas), ciudad escolar que funciona como uno de los 24 centros de aislamientos que hay en La Habana.

I, su madre de 55, Adrián y su madre de 56, viven juntos en un solar en Centro Habana, el municipio más afectado de la ciudad.

El parte del Ministerio de Salud Pública al cierre del domingo 26 de abril incluyó entre los 20 nuevos casos a una cubana de 28 años, de Centro Habana, contacto de casos confirmados, de la cual mantenían 18 contactos en vigilancia. Era I. Dos de esos contactos, los más cercanos, Adrián y su madre –la madre de I, recluida con ella desde que ambas debutaron con síntomas, resultó negativa al nuevo coronavirus SARS-CoV-2.

—A Adrián tampoco le dieron nasobucos –le escribo a Bárbara.

Su apartamento, en el edificio 87 de la UCI, tiene cuatro cuartos con baño compartido: dos tazas, lavamanos, una ducha y lavadero. Dos pacientes por cuarto. En la sala de estar un minibar y un televisor.

A las 2 p.m. del 26 de abril la directora del policlínico Joaquín Albarrán llegó a casa de Adrián para informar que I… y que, por tanto, Adrián y su madre debían permanecer en aislamiento. Preguntó por sus respectivos contactos. Él mencionó a su novia y a sus suegros. Adrián y su madre empacaron ropa, pan, mayonesa, refresco instantáneo, un ventilador. Los recogió un taxi a las 10 p.m.

En el puesto de mando de la UCI les pidieron los datos y luego, a la entrada del edificio, el encargado les entregó toalla, sábanas y dos jabones. Les ordenó utilizar nasobuco fuera de la habitación y notificar si aparecían síntomas.

Los próximos días fueron de aburrimiento total: mirar el móvil, leer, untarle cloro a la puerta, al picaporte, a las sillas de la sala, a las manos, a los pies, cambiarse de ropa antes de pasar al cuarto; días de dirigirles tres palabras a los demás y de no verlos mucho. A veces, salir a la escalera. El miércoles les hicieron el PCR en tiempo real, el test más efectivo para detectar la COVID-19, que consiste en extraer una muestra de la nariz, la boca o la garganta, que luego se analiza en laboratorio. Fue la única vez que vieron termómetros.

El viernes, tarde-noche, resultados: el edificio entero negativo. Entonces los devolvieron a casa.

En la Mesa Redonda del 26 de marzo, el primer ministro Manuel Marrero Cruz anunció que desde esa medianoche no arribaría al país ningún extranjero. “Solo podrán entrar los residentes, que pueden ser cubanos o extranjeros que viven y trabajan en el territorio nacional”, dijo.

El día anterior habían regresado más de 3 000 cubanos residentes, habían salido 1 720, y 1 036 pacientes estaban internos en centros de aislamiento, de ellos 531 sospechosos.

La cifra de positivos aún no sobrepasaba los 80.

María Josefa Hurtado tenía pasaje de regreso para el 7 de abril. Había aterrizado en Miami el primero de marzo, con 69 casos confirmados en Estados Unidos y el aeropuerto vacío, aunque no había tanta mascarilla ni protección. A principios de marzo subió la cantidad de contagiados en ese país vertiginosamente. Estaban vacías las tiendas Macy’s, las farmacias Navarro y casi todo. María, que fue a visitar a sus primos, apenas salió de casa. “Los últimos días fueron desesperantes. Me preocupaba que cerraran las fronteras y no estar con mi madre y con mi hija”.

Adelantó el boleto.

“Los viajeros serán llevados a centros de aislamiento por 14 días”, había advertido Manuel Marrero Cruz. “Solo podrán traer una maleta de mano y otro equipaje”.

El 29 de marzo, en el aeropuerto José Martí de La Habana, todos usaban mascarillas y guantes. El personal sanitario chequeaba a los viajeros y ofrecía charlas epidemiológicas; los empleados les desinfectaban las manos y el equipaje. Afuera había multitud de taxis y ómnibus de turismo.

María voló en American Airlines, en un avión no tan lleno. Incluso pudo cambiarse de asiento. Los pasajeros llevaban nasobucos y guantes desechables. Los aeromozos, varones, en uniforme, sin protección.

Según el primer ministro, los aeropuertos garantizarían el traslado de los recién llegados hacia sus provincias. Y así se hizo. Los cuatro cienfuegueros que llegaron en ese vuelo, incluida María, fueron conducidos a esa provincia en un taxi, parte de una caravana que atravesó la autopista nacional escoltada por patrullas.

En el Hotel Deportivo de Cienfuegos les entregaron nasobucos limpios, dos jabones de baño, un jabón de lavar, pasta dental y papel higiénico.

—Las enfermeras nos toman temperatura y presión tres veces al día. Los médicos nos visitan mañana y tarde, se interesan por cómo nos sentimos, si tenemos falta de aire, tos o algún otro síntoma –me contó María el 1 de abril, desde la habitación 308: dos camas personales con dos ventiladores de pared, televisor, clóset y baño.

Ese día, unas 45 personas pasaban la cuarentena en el Hotel Deportivo. María, de 57 años, compartía habitación con una chica de 24 con quien compartió el vuelo hacia La Habana.

—El PCR me dio negativo –me escribió el 11 de abril–. Mañana para la casa.

Bárbara amaneció con 38 ˚C de temperatura y la garganta en llamas. Es la primera vez en 15 días que le da fiebre en la mañana. Dos ibuprofenos. Extraña mucho a su niña, Susana, de siete años; me cuenta que viven solas y que ahora Susana está con la tía.

—¿Cómo haces para conseguir comida? –le pregunto. Con todo este problema de que los niños no pueden salir…

—No he podido comprar pollo ni una vez, porque tengo que dejar mucho tiempo a la niña sola. Lo que hago es que voy al bodegón que está a tres cuadras y compro lo que pueda, mientras no haya mucha cola. Dejo a la niña en casa y me mantengo llamándola desde el móvil, o le pido a su tía que converse con ella por el teléfono fijo.

—¿Ya se había quedado sola antes?

—No.

Yan Carlos, el hijo de Lenia Jiménez, tiene 21 años, pero para ella sigue siendo niño. Él trabaja en el campo como ayudante y ella despacha en una de las pocas pizzerías de San Antonio de Cabezas, Matanzas, donde viven. Es un pueblo pequeño, marchito, polvoriento, casi en ruinas, con casas de arquitectura semejante: portal, dos cuartos, sala, comedor, cocina, baño y patio. Así es la de Lenia. El corazón del pueblo, como todos, es un parque con iglesia.

El 2 de mayo a O, abuela de Yan Carlos, le operaron una verruga en el hospital provincial Comandante Faustino Pérez, en la ciudad de Matanzas. Fue una maniobra ambulatoria; la acompañó su hijo P, tío de Yan Carlos. La herida sanó en casa y le sacaron los puntos de sutura, pero ambos empezaron con fiebre. El parte del Ministerio de Salud Pública, al cierre del día 14, incluyó entre los diez nuevos casos a una mujer de 89 años y a un hombre de 65, residentes en el municipio Unión de Reyes, contactos de casos confirmados. Eran la abuela y el tío de Yan Carlos. Se mantenían bajo vigilancia, según el parte, diez contactos de cada uno.

La ACN había reportado el día anterior que el número de casos en Matanzas era 134 –ahora aumentaba a 137–, pero vaticinaba “una posible aparición de nuevos casos en la provincia”.

“Según trascendió en el Consejo de Defensa Provincial, el territorio aguarda por el resultado de más de 700 pruebas de PCR en tiempo real y continúa con la toma de muestras a pacientes y trabajadores del Faustino Pérez, en el cual se registraron cuatro contagios directos en las últimas fechas”, explicaba la nota.

El viernes 15 llevaron a Lenia, Yan Carlos y parte de la familia a un centro de aislamiento en el pueblo Unión de Reyes, cabecera municipal. Allí estuvieron cuatro días los 20 contactos de P y de O, incluidos dos médicos que la habían atendido.

La habitación donde estaban Lenia y Yan Carlos tenía ocho camas de hierro, ventiladores, grandes ventanales, televisión. Les repartieron sábanas, papel sanitario, jabón y cloro. Tapabocas de tela blanca que les recambiaban cada tres horas. Los cuartos del piso de abajo, asegura Lenia, tenían refrigerador. “Nosotros no teníamos, pero la pantrista enfriaba agua y llevaba los pomos con la comida”.

En el piso de abajo situaron a la familia más cercana, esto es, los contactos más cercanos. A ellos les hicieron el PCR la tarde del sábado. Todos negativos. Por eso hicieron test rápidos a los demás.

—Yo me preocupé mucho. Pensaba que Yan Carlos es un niño fuerte, pero mentira, tenía preocupación. Lo veía dormir y pensaba, si tiene que tocarle a alguien que sea a mí –me cuenta Lenia. Y que, con las sábanas, la ropa y demás cosas que llevó al centro, coló una estampita de la Caridad del Cobre.

—PCR negativo –me escribió Bárbara el martes 19 por la tarde.

Hasta ese día, O y P mantenían evolución satisfactoria.

Entonces recuerdo lo que me contó Lenia: “Cuando llegamos al pueblo, el cura tocó las campanas de la iglesia, la gente salió para la calle. Incluso vecinos que no se hablaban terminaron abrazándose. Yo venía todo el camino sonando un plato con una cuchara, y el hijo de la doctora sonando un jarro. Estábamos contentos porque estábamos bien”.

 

* A solicitud de los entrevistados no se mencionan nombres de los pacientes positivos a la COVID-19. En su lugar, se han utilizado las iniciales.

 

Este proyecto fue apoyado a través del programa de Microgrants Check Global COVID-19. 

Sobre el autor

Jesús Jank Curbelo

Padre de Ignacio en 2014. Graduado de Periodismo en 2016. Ha publicado 'Los Perros' (Guantanamera, 2017) y textos en revistas y antologías fuera de Cuba. Guionista de espacios dramatizados para 'RadioArte' (2013–2015). Reportero y columnista del diario 'Granma' (2015–2018). Reportero en 'Periodismo de Barrio' y columnista en 'elTOQUE'.

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