A Flora nadie la escogería para posar en las postales de “Somos felices aquí” que Cuba repite en vallas a lo largo de sus carreteras. Tiene 60 años mal disimulados tras su figurilla menuda. Sonríe nerviosa casi todo el tiempo, como los niños cuando intentan agradar. La razón se le pierde a ratos entre las hojas o los bichos que mira, pero de repente vuelve e insiste en colar café a la visita, “porque aquí no hay ni refrigerador, no tengo nada más que brindarles”.

Su casa de madera es uno de los apenas veinte núcleos familiares que le sobreviven a la Sierra de Gibara, un sitio donde no hay corriente eléctrica ni sistemas de acueducto y alcantarillado. Para llegar allí hay que coger un autobús o una máquina desde la ciudad de Holguín hasta la cabecera del municipio Velazco; luego, un coche jalado por caballos que te cobra cinco pesos hasta la demarcación de La Nasa. Y bajarse justo a mitad de camino, para trepar a pie el sendero mudo e inclinado que escala la cordillera y divide en dos los restos de lo que una vez fue un pueblo.

La Sierrita, como la llaman los locales, fue esculpida par de siglos atrás por isleños emigrados. Es un pedazo de tierra que de tan atascado en rocas parece un aborto de la naturaleza; pero a fuerza de pico y sudor y halar de bueyes, los labriegos sacaron de sus parcelas domesticadas durante muchos años plátanos y ajos inmensos, prosperidad para sus hijos y para el comercio de este país. Allá arriba llegaron a tener una escuela, un campo de pelota, negocios de ventas y un pozo en el centro de todo, que se limpiaba al menos dos veces al año tras recoger 70 pesos por cada familia.

Pero con La Sierrita pasó como con tantas partes de la Cuba remota: era un destino intrincado, sitio difícil a donde llevar la Revolución y el progreso (o para decirlo más tangiblemente: el agua, la electricidad, un puesto médico); así que la solución sutil estuvo en poner todo eso abajo, junto a la carretera, y dejar que la gente hiciera sus cálculos.

La necesidad hace bajar a muchos la cabeza. En este caso, hizo a casi todos bajar sus casas de la loma. El pueblo se fue desmontando cual atrezo de una obra de teatro llegada a su última puesta, hasta quedar apenas las cercas de piedra que a ambos lados del camino anuncian dónde hubo una casa.

Hoy solo permanecen en el macizo montañoso ermitaños como Flora o el viejo Balale, cuya cordura es cuestionada por los vecinos del poblado cercano por el empecinamiento de finalizar sus días en medio de aquella nada; o alguna que otra familia como la del Beby y su esposa Nina con los dos nietos, que reniegan de abandonar el trozo de tierra de sus padres y abuelos. Hay que ser loco o necio para seguir viviendo en un lugar así.

“Hace años se contaminó el pozo”, dice Flora, “todo el mundo bajó para el pueblo y los dos o tres que nos quedamos no alcanzábamos para mantenerlo limpio. Ahora tengo que ir a buscar el agua lejísimo. Voy todos los días, montada en la potrica, y demoro dos horas y pico entre ida y regreso. Virar es lo peor porque traigo las cántaras llenas. Cuando más deben ser unos 50 litros, para todo: para tomar, para cocinar, para el baño. Es verdad que se vive muy apretá, el agua lo es todo en una casa”.

Cuando llueve es un gran alivio, ese día se puede ahorrar el viaje. Al costado de su escuálida vivienda tiene improvisada una kasimba (especie de pozo de brocal sin mucha profundidad que se llena de agua de lluvia mediante un sistema de canales metálicas anudadas al alero). “Lo malo es cuando aparece la gente de los mosquitos, porque como es agua almacenada sin tapa, vienen y te meten 50 pesos de multa”.

Los fines de semana suele bajar a casa de una sobrina que vive en el nuevo pueblo, para lavar su ropa con la lavadora que allí le prestan. “Con los poquitos de agua que yo puedo cargar no se puede ni deschurrar una ropa. ¡Qué va!”.

En los alrededores la gente la conoce como Flora la Loca, porque nunca ha dejado este monte a pesar de su creciente escasez; y porque cada vez que un marido la abandona, no pasa una semana sin que busque reemplazo. La verdad es que no tiene otra opción: la soledad de la miseria es la más dura y cuatro brazos son mejor que dos cuando hay que criar cerdos y ovejos y chivos, o bajar todos los días a buscar agua a un pozo que queda a más de tres kilómetros.

“Al final voy a tener que bajar de aquí a unos años que el cuerpo no me dé pa’ la cargadera de cántaras”, confiesa bajando los ojos. “Esto aquí no es vida”.

Sobre el autor

Maria Antonieta Colunga

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