Luis Ricardo Chibás, hombre negro de 75 años, excamionero, exalbañil, exagricultor, actualmente retirado con una chequera de 225 pesos. Canas amarillas, lagañas amarillas. Ropa y zapatos remendados e inmundos, obviamente recogidos de algún latón de basura.

Frente al mercado de Egido, una feria sucia y estridente de comestibles y flores en la Habana Vieja, hay un portal donde Luis Ricardo Chibás se sienta todos los días del mundo con un par de cajas plásticas donde exhibe su mercancía. Hoy: unas perlas descascaradas, la paleta de un ventilador chino, un cepillo viejo para sacudir el polvo, un par de zapatos de mujer, algunos pomos de cristal vacíos, el volumen Para aprender a cocinar mejor, de Luis Caissés. Y un Nuevo Testamento, el cual recomienda con especial interés.

—¿Usted cree en Dios?

—Bueno, ¿y quién fue el que creó el mundo? Todo lo que se está viviendo en la Tierra está escrito en el Nuevo Testamento. Los milagros que hizo Jesús, la gente que curó.

—¿Y en Cuba no ha hecho milagros Jesús?

—Trató de hacer milagros, pero el Comandante lo paró. El comunismo no cree en Jesús.

Los vecinos de Egido lo conocen bien. Es parte del ambiente. A cada rato cualquiera lo llama y le da un plato de comida o un buche de alcohol. Le interesan las anécdotas políticas y sabe explicar, desde el inicio hasta el fin, el fusilamiento de Ochoa y los desfalcos de Felipe Pérez Roque.

La policía se ensaña con otros, pero no con él. Nunca ha estado preso. Ni siquiera ha pisado la estación. Antes iba hasta El Vedado a escarbar en los latones de desechos de lo que él llama la “gente con recursos”. Ahora no tiene el mismo sentido.

—Ya no botan nada bueno. Hace un tiempo aparecían hasta equipos: radios, grabadoras que se podían reparar. Ahora lo que botan es papeles, y el desperdicio de la comida.

De cualquier forma, casi todo se vende poco a poco. Pasa un hombre y agarra un cargador de celular que hay tirado en el suelo. Se lo prueba a su móvil, pero no le sirve. Pasa otro con una mochila rota y pregunta si, de casualidad, Luis Ricardo Chibás tiene un zipper para su mochila. No tiene. Al poco rato, otro hombre se detiene interesado en el libro de cocina.

Hay un bulto de trastos regados en el portal. Una cafetera sin tapa, la plantilla de un zapato, dos casetes de sabe dios qué cantante, pomos plásticos, una botella vacía de ron Habana Club, una llave colgando de una tira roja, jabas, sacos de nylon, una capa amarilla. Todo sucio, todo viejo.

—Son cosas que no se venden. Lo que no se vende lo tiro ahí para volverlo a botar.

Al menos tres cuadras a la redonda, y sobre todo en la calle Apodaca, el mercado negro tiene su esplendor. Los “buzos” vigilan las patrullas y se plantan con sus mochilas en los portales, sacando toda clase de baratijas rescatadas de la basura. Las ropas usadas dominan el mercado negro en Apodaca.

Hasta donde conversamos, Luis Ricardo Chibás dijo tener una casa. Esquivó el tema nerviosamente, pero dejó claro que tenía dónde vivir. Después un par de vecinos lo desmintieron. Aseguraron que era un deambulante. Y que quizás no contaba tanto la verdad, como lo que le gustaría que fuera la verdad.

Lo peor de Luis Ricardo Chibás no es que viva en la calle, que coma de lo que recoge en la basura y que duerma en el portal donde le agarre la noche. Lo peor de Luis Ricardo Chibás es estar cuerdo. Porque el loco vive la calle diferente. Pasa frío. Pasa hambre, pero su nivel de conciencia no le permite experimentar, por ejemplo, la vergüenza.

Hojeando el Nuevo Testamento que rescató de la basura, y al que asignó un precio de 10 pesos, se lee en San Lucas, versículos del 50 al 53:

“[Dios] derribó a los reyes de sus tronos, y puso en alto a los humildes. [Dios] llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Dios tiene siempre misericordia de quienes lo reverencian”.

Luis Eduardo Chibás, 75 años, se sienta todos los días del mundo frente al mercado de Egido (Foto: Jorge Carrasco)

Luis Eduardo Chibás, 75 años, se sienta todos los días del mundo frente al mercado de Egido (Foto: Jorge Carrasco)

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En 2008 Granma, el órgano oficial del Partido Comunista, admitió la existencia de lo que llamó “recogedores ilegales de desechos sólidos”. En una nota de seis párrafos el periódico dijo que los castigos impuestos hasta el momento a los llamados “buzos” consistían en multas, amonestaciones frente a sus comunidades de residencia, y sanciones a trabajo correccional sin internamiento.

Los que vivían ilegalmente en la capital fueron regresados a sus provincias de origen. Los multirreincidentes fueron procesados. “[…] esos ciudadanos”, dijo Granma, “habían convertido en un modo de vida la búsqueda en vertederos, contenedores de basura y en la vía pública, de alimentos, botellas, plásticos, metales y otros objetos con ánimo de lucro o comercialización, sin tener en cuenta que podrían ser portadores de epidemias y una fuente de delitos o ilegalidades, según establece el Código Penal”.

En ese momento, 365 personas fueron sancionadas en la capital. Trescientas sesenta y cinco personas, que no es un número alarmante, pero que no es un número despreciable.

El problema de los “buzos” es bohemia vieja. En 2007 se proyectó en cines de la capital el cortometraje independiente De Buzos, Leones y Tanqueros, dirigido por Daniel Vera. El material mostraba a una docena de hombres escarbando en los contenedores de barrios residenciales como El Vedado, y explicaban a la cámara que la mayoría de ellos sacaba de la basura más ganancias que de sus salarios en empleos estatales.

La más célebre de las locaciones donde los “buzos” operan, el gran paraíso de la basura, es el vertedero de 100 y Boyeros, el más extenso de La Habana. Permanentemente custodiado por la policía, en el bote de 100 incluso viven personas en improvisadas tiendas “llega-y-pon”, construidas con trastos viejos.

El gran paraíso de la basura es el vertedero de 100 y Boyeros (Foto: Jorge Carrasco)

El gran paraíso de la basura es el vertedero de 100 y Boyeros (Foto: Julio Batista)

La arista del problema que más se ha explorado hasta el momento es la de los “buzos” como propagadores potenciales de enfermedades: a saber la tuberculosis, y otras de tipo digestivo por los parásitos de la comida en mal estado que comen de la basura.

En la Unidad Municipal de Higiene y Epidemiología de la Habana Vieja, la doctora Berta Formental explica que la tuberculosis es de hecho la enfermedad de mayor impacto en el municipio, junto al VIH-Sida.

—Se ha incrementado la incidencia del alcoholismo en los “buzos”, por eso es muy fácil que se enfermen de tuberculosis.

Formental declara que la mayoría de los deambulantes que han atendido en el centro terminan en la calle porque sus familias no los quieren en las viviendas. Otras veces se fugan de sus casas, por padecer trastornos siquiátricos y depresivos. Algunos son hospitalizados en centros de atención mental, de los que frecuentemente escapan para volver a la vida que tenían.

—Lo más peligroso es cuando “bucean” en los tanques de desechos de los hospitales, buscando jeringuillas o pedacitos de sueros para hacer artesanías. En esos tanques se desechan agujas infestadas, y materiales usados lo mismo en un salón de operaciones, que en un cuerpo de guardia para curar cualquier tipo de lesión.

Cuando el Gobierno cubano amplió las actividades que se podían realizar legalmente por cuenta propia, se incluyó la figura del recolector y vendedor de materias primas. Se reconoció en 2013 que las empresas de recuperación estatales solo eran capaces de reciclar el 35 por ciento de los desechos sólidos en el país. Ahora a algunos se les permitía hurgar en la basura si tenían una licencia.

La Habana, provincia donde la población supera los 2 millones de habitantes, no tiene suficientes camiones para recoger sus desechos sólidos. En el municipio Habana Vieja, por ejemplo, hay solo dos, tanto para el saneamiento manual como para el saneamiento mecanizado.

La empresa Aurora se creó en el municipio con el objetivo de que, al amanecer, todas las calles estuvieran limpias. Su jefa comercial, Digna Málaga, admite que no han estado ni medianamente cerca de lograrlo. Ella misma fue barrendera de calles por nueve años y sabe mejor que nadie sobre la basura del municipio. Lo que bota la gente, y lo que recogen los “buzos”.

En una ocasión –cuenta Málaga– uno de los choferes de la empresa atropelló sin querer a un hombre que recogía basura en el vertedero de 100 y Boyeros. Era de noche, y el carro dio marcha atrás para descargar. El hombre murió al momento, y el chofer decidió no manejar nunca más.

Los recogedores de Aurora son en su mayoría hombres que cumplen prisión por diversos delitos y a los que el Estado ubicó en uno de los puestos de trabajo más indeseados a cambio de terminar sus sanciones en libertad.

—Algunos de ellos se integran y trabajan bien para cumplir. A otros se les ha aplicado medidas de descuento salarial por “bucear”. Ninguna persona, ni aunque sea trabajadora de Comunales, está autorizada a “bucear”.

Málaga cuenta que la empresa no tiene ninguna política respecto a los “buzos”, excepto cuando son trabajadores suyos. El organismo facultado para multar a estas personas es la Dirección Integral de Supervisión y Control, que puede aplicar pagos de 100 a 300 pesos cubanos a quienes se encuentren recogiendo “material contaminado”.

¿Qué puede ser provechoso para los “buzos” en un contenedor de desechos? Restos de comida, ropa usada, relojes que ya no dan la hora, pomos de plásticos y cristal, latas, revistas pornográficas, el cargador de un celular. Aparentemente, todo aquello que aún se puede seguir usando: la mercancía con la que se trafica en el subterráneo, abyecto, ignoto, mercado de gente pobre para gente más pobre todavía.

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Una vez cada 15 días los menesterosos de la Habana Vieja tienen una ducha para bañarse. Lo menesterosos apestan, naturalmente, puesto que la miseria no huele a rosas.

En la comunidad religiosa del Santo Egidio, ubicada en la calle Compostela, entre Luz y Acosta, la Habana Vieja, un grupo de voluntarios salió un día de 1996 a buscar a quienes ellos piadosamente llaman “los amigos de la calle”. Básicamente, aquellos que fueron sacados de sus casas, los que consumieron la paciencia de sus familiares, porque fueron antes consumidos por el alcoholismo, por enfermedades siquiátricas, o por cualquier otra circunstancia. Los deambulantes, los que se visten con lo que encuentran en latones de basura, los que se alimentan de la basura, los que recogen basura, venden basura, y son tratados como tal.

Los deambulantes se visten a veces con lo que encuentran en la basura (Foto: Jorge Carrasco)

Los deambulantes se visten a veces con lo que encuentran en la basura (Foto: Jorge Carrasco)

Es miércoles, día de oración, día de pan y leche caliente en el Santo Egidio. Los menesterosos se sientan en los palcos del final. Conocen los cánticos. Los entonan. Pasan en fila a besar la cruz como el resto de los presentes. Por encima de la ropa se sabe quién es uno de ellos y quién no. El sufrimiento se les ve a las personas por encima de la ropa, en la piel de la cara, en el pelo brilloso de churre, en los ojos de mirada hosca.

Después de la oración entran a un reservado y se sientan en círculo. Uno de los voluntarios de los “amigos de la calle” cuenta una parábola bíblica. La parábola habla de un chico que tiene una epifanía y descubre el amor de Dios minutos antes de intentar el suicidio.

Las reuniones de los miércoles antes de la merienda, y de los sábados antes de que los menesterosos tomen su baño, son encuentros evangelizantes para hablar de la necesidad de la oración y la posibilidad que tiene Dios de restaurar la vida de cualquiera.

No se podría determinar quiénes están realmente interesados en la charla y quiénes, famélicos, solo esperan el momento de comer. Pero los voluntarios dicen que estos encuentros son la respuesta a la necesidad de compañía que tiene el que vive en la calle, no solo a sus necesidades terrenales.

—Nos dimos cuenta de que ellos buscaban algo más que lo material, porque lo material que podemos dar es poco. Buscaban que les escucharan, que les hablaran, que les entendieran. La dureza de la calle, la falta de compañía, provoca mucha depresión. Puede volver locas a las personas y provocar que comiencen a hablar solas, al no tener con quién hacerlo.

El que habla es Gerardo Díaz, hombre de robusta fe y cabecera del grupo desde 1996, a quien se le han ido 20 años de su vida ayudando a los menesterosos. Con las historias de los deambulantes que en algún momento han pasado por el Santo Egidio se podrían escribir libros.

—Tuvimos aquí a María, una mujer de 51 años que paró en la calle después de que un ciclón derrumbara su casa. Como no podía tenerlos con ella en semejantes condiciones, dio en adopción a sus 5 hijos. Era muy obesa, y tenía lesiones en las piernas. Hicimos gestiones para hospitalizarla y curarla. Después logramos que el gobierno municipal le reconstruyera la casa y le diera una chequera. Pudo recuperar a dos de sus hijos y ahora vive con ellos.

Díaz también cuenta la historia de un hombre que robó y cumplió prisión.

—Mientras estaba en la cárcel, su madre muere y su hermano vende la casa, de manera que cuando termina de cumplir se encuentra en la calle. Empieza a sufrir, porque no está adaptado a la indigencia. Se ve obligado a comer de los latones de basura. Cierto día, contactamos a un tío lejano del hombre para que lo acogiera en su casa a cambio de ayuda en una finca. Allá vive todavía, felizmente.

La mayoría de los “amigos de la calle” que visitan el Santo Egidio son personas con trastornos siquiátricos que fueron echadas de sus casas, personas alcohólicas que no encuentran un punto de retorno, o personas que emigran a La Habana para probar suerte y no han encontrado oportunidades. Muchos trabajan irregularmente vendiendo flores o periódicos. Otros “bucean” en la basura como forma de sustento.

—No estamos de acuerdo con el modo de vida de muchos, ni con que busquen en la basura. Pero no podemos censurarlos, porque a la larga se nos hace imposible resolver sus necesidades.

Pasan la bandeja con los vasitos plásticos de la leche y unos panes envueltos pulcramente en papeles blancos. Los menesterosos del Santo Egidio parecen conocerse entre sí y agradarse. Compañeros en la miseria –que se revela como un macabro lazo de unión–, los días en que coinciden para la merienda o el baño hablan de las cosas triviales que no tuvieron con quién compartir el resto de la semana.

Este miércoles, los menesterosos del Santo Egidio no se acostarán con el estómago vacío.

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Jorge Carrasco

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