I

Moraima tiene una historia de 53 años y 84 donaciones de sangre. Su primera donación la hizo con 18. Estaba convencida, lo sigue estando, de que “donar es salvar vidas”. 

Cuenta que siempre fue una mujer “integrada a todo”. No faltaba a un trabajo voluntario en su comunidad. Lo mismo ayudaba a construir una escuela, que se montaba a un trompo para pavimentar las aceras. Para lo que se necesitara, ahí estaba. Pero no iba para donde la favoreciera el viento. Ella es de las que cae mal porque expresa lo que siente, y lo que cree mal hecho, lo dice. 

Más que integrarse, Moraima se entregó. Entregó cuanto pudo, que no fue poco, a ese todo inexacto, demasiado ingrato, ese sentimiento, que es la nación. Y por tanta entrega, mereció varios diplomas, un pulóver rojo de donante, hasta un televisor a color, que se encuentra en la sala de su casa. 

Sin embargo, nunca hizo las cosas esperando recompensas. Lo único que sí siempre ha esperado es ayuda del Gobierno para reparar su vivienda. Una ayuda que le corresponde por derecho, así no hubiera hecho una sola donación de sangre. 

Moraima vive loma abajo con su esposo y un nieto. A menos de cien metros de un arroyo. En una casa de listones de madera –“de palo con comején, como digo yo”–, con el frente pintado de rojo. Y, sobre el rojo, con letras amarillas y adornadas: Moraima.

—Esto es calle 110 entre Cuarta y Quinta, Reparto Residencial San Miguel –precisa–. Que de Residencial no tiene nada. 

Al lado, viven su madre Cristina, su hermana Dinora y su sobrino Odlanier. Comparten el mismo terreno, pero son dos propiedades distintas. Un título data de 1991; el otro, de 1989.

Cristina asegura que ella fue la primera en asentarse en esta zona.

—Cuando yo vine para acá en 1958 esto era monte. La primera casa que se construyó fue la mía. La segunda, la del señor que vendía los terrenos. Pero en ese momento no se mojaba. 

El documento más antiguo de solicitud de materiales para construcción que Cristina conserva, tiene fecha de 1989. El más reciente, de 2011. Y entre uno y otro, una correspondencia cruzada entre la compañera Cristina Márquez, las instituciones del Estado, que remiten su caso a otras instituciones del Estado, y donde no puede salvarse una sola respuesta esperanzadora. Siempre han faltado materiales, pero nunca papel y tinta. Menos, justificaciones. 

La última carta, la de 2011, llegó directamente de la Dirección Provincial de la Vivienda de La Habana. Son cuatro párrafos mal redactados que, muy protocolarmente, le informan que no le queda más alternativa que esperar a que le caiga el techo en la cabeza. Al final, dice: 

“Es nuestro deber comunicarle que la asignación de su solicitud fue en años pasados en estos momentos los materiales son liberados, por lo que le sugerimos confeccionar Expediente de Albergue aportando los siguientes documentos:

1-Documento Legal (Propiedad).

2-Dictámen Técnico.

3-Orden de Albergue.

4-Libreta de Abastecimiento.

Como también debe de aceptar hacer uso de Capacidad de Albergue para salvaguardar su vida y la de su núcleo familiar y en estos momentos no contamos con la disponibilidad. Por lo que su caso queda con Razón y sin Solución”.

Así, sin más. Como si el caso de Cristina fuera un simple expediente que hay que archivar junto a otros expedientes que quizás también recibieran, “atentamente”, la misma respuesta. Su familia quedó no solo damnificada por un ciclón e incontables tormentas, sino, además, por la burocracia. 

Los únicos materiales que recibió Cristina para reconstruir su vivienda, desde que hiciera su primera solicitud hace 16 años, fueron algunas tejas, un metro de arena –que tiraron en el patio y se llevó la lluvia– y dos sacos de cemento. No recuerda ni cuándo fue. Luego le siguieron asignando cada solicitud, pero no le entregaban ninguna asignación. Hasta que le comunicaron que los materiales estaban “liberados”, es decir, que debía comprarlos con sus propios recursos. 

—Si me hubieran atendido bien, yo hubiera tenido casa, pero lo que tengo es un bajareque… ¡Qué vida! –dice Cristina, a sus 82 años, no con espíritu de protesta sino de resignación. 

La vivienda de Moraima ha pasado por menos lluvias y huracanes, pero ya se ganó su propia orden de demolición. La tierra ha ido tragándose los cimientos y desajustando las tablas, hasta acabar con el equilibrio de la estructura y sustituir líneas rectas por ondulaciones. 

—Esto para acá abajo es un barrio marginado –advierte Moraima–. Porque hace más de 40 años que estamos esperando a que nos arreglen la calle, los salideros. Tampoco han podido poner teléfonos porque no hay presupuesto, aunque para ponérselo a otra gente sí hay presupuesto. Las cosas que se han podido hacer, como el alcantarillado que se hizo, es por la historia clínica de mi nieto Omarito, que es un niño diabético y asmático, y por sus problemas de salud era parte de un programa de atención médica provincial.

Omar Tamayo tiene tres años. Es menudo, ágil, con ojos negros radiantes. Le faltan cuatro dientes delanteros por una enfermedad que tuvo y su abuela le dice que no muestre la sonrisa ahuecada cuando le hacen una foto, pero no logra achicarla.

—En estos momentos lo cuido yo porque su mamá está enferma. Lo tengo que atender yo… 

Y tranca las lágrimas.

—Eso es mío –dice firme–. Que no tengo condiciones, pero bueno, él está aquí conmigo. 

La única alcantarilla de la calle 110, desde la Calzada de San Miguel hasta el arroyo, es la que pusieron por Omarito. La instalaron en la misma esquina de la casa de su abuela, porque era ahí donde más se acumulaba el agua que bajaba del reparto. No obstante, aun con la alcantarilla, bastan quince minutos de lluvia para que empiecen a chorrear las paredes de la casa de Moraima y a encharcarse el piso. 

En la de su madre y hermana, el agua irrumpe con mayor ímpetu. Dinora la deja fluir como si se tratara de un río natural que forma parte de la cotidianidad del hogar. Nadie se inmuta. Cristina descansa en su cuarto. Odlanier mira el televisor. De vez en cuando, Dinora agarra la escoba y saca la que se acumula en algunos baches. Hasta que las nubes no se aclaran notablemente, no seca con la frazada. 

En 2012, cuando comenzó una nueva política de subsidios del Estado cubano para beneficiar a familias afectadas por catástrofes y a casos sociales críticos, Cristina, Moraima y Dinora volvieron a la carga con las solicitudes. Moraima guarda un papel de hace tres años, donde consta la aprobación de un subsidio para reposición total y remodelación de su vivienda. El de su madre no lo encuentra, pero asegura que también a ella, de nuevo, la aprobaron. Esta vez, la respuesta tampoco ha sido muy diferente: las solicitudes son muchas y hay atrasos en el proceso.

—Todo es baba. Llevamos papeles, llevamos papeles, llevamos papeles, y nada.

Ya hace casi dos años que Moraima Victoria Vinagera no hace ninguna donación. Sigue fuerte, robusta. No es mujer que se deje vencer por las adversidades. Pero ya no le nace ir y donar su Bestall sangre. Cuando le pregunto por qué, abre grande los ojos, respira profundo, y responde:  

—Nada… De todo se cansa una. 

II

Zenaida, siempre sentada cerca de la luz (Foto: Ismario Rodríguez)

Zenaida, siempre sentada cerca de la luz (Foto: Ismario Rodríguez)

Zenaida Peraza perdió la vista hace un año. Primero le empezó a fallar el ojo izquierdo. Luego, el derecho. Así, estuvo meses. Hasta que una tarde de junio, el mundo se le apagó completamente.

—Para mí que fue un subidón de presión, porque yo padezco de la presión. Hay gente que me dice que pudo haber sido un coma de azúcar. 

Lo más difícil para ella ha sido romper su rutina doméstica. No se acostumbra a no poder atender sus asuntos como siempre ha hecho, ni a depender de otros. 

—Que tengo una cantidad de ropa ahí y no tengo quien me la lave. Mi hermano se lava él, pero Alexis no es igual que mi hermano, que coge un pantalón y una camisa y los lava, yo tengo que estarle lavando la ropa de una en una. Una muda hoy y otra mañana. Tampoco puedo barrer. Muchas cosas que yo hacía, ya no las puedo hacer. Tengo una cortina ahí que se me descosió y nunca más la he puesto porque no he podido coserla. Y bueno, también se me dificulta cocinar. Eso sí. 

Zenaida mata el tiempo sentada en una silla, justo al lado de la puerta de entrada, abierta siempre. El único sitio que el sol alcanza con intermitencias. Casi todo el día, lo pasa sola. Su esposo y su hermano van y vienen, habitan más en la calle que en la casa. 

La casa tampoco es habitable. Sirve para bastante menos que lo básico. Es la mitad de lo que una vez fuera. Y en la otra mitad, del otro lado de una pared: su suegra y su cuñada. En rigor, son dos espacios que se ocupan. Remiendos sobre otros remiendos que nada salvan, porque ya no queda qué salvar. 

—¿Y quién cocina? –pregunto.

—Mi hermano. Él es quien mayormente me ayuda. Pero a veces yo hago el arroz al tacto y si mi hermano tiene que ir a algún mandado, me dice: “Voy a poner los frijoles”, y yo más o menos sé si están por el olor, o si no, llamo un momentico a mi sobrina, que vive allá atrás, para que venga y me los mire. 

El hermano de Zenaida vino de Villa Clara para ayudarla cuando ella quedó ciega. Su esposo, Alexis, no cocina ni lava. Tampoco trabaja. A veces, ni siquiera quiere bañarse. 

El verdadero nombre de Alexis es Enrique, pero ni él mismo sabe por qué le dicen Alexis. Él y Zenaida viven juntos desde hace como veinte años. Pero siempre ha sido ella quien se ha ocupado de todo. Desde muy joven, Enrique ha tenido problemas con los nervios. A cada rato se le revientan como cuerdas de guitarra. Igual, siempre se buscó la vida. Ahora es que se encuentra desempleado. Hasta hace poco trabajaba como jardinero en un círculo infantil y lo sacaron por las crisis que le daban. 

Dice su hermana Marilyn, en una de sus apariciones intempestivas en casa de Zenaida, que con Alexis la gente ha sido muy cruel, que ella una vez tuvo que ir a defenderlo a un centro donde trabajaba, porque unos abusadores le echaban piedras en la mochila y ni cuenta se daba. 

—Hay que estar arriba de él –comenta Zenaida, que cree que desde que ella perdió la vista, su esposo ha empeorado.

Enrique no agrega ni una palabra. Solo escucha a su esposa. Cuando ella habla sobre él, mira al suelo, abre los ojos arqueando las cejas, y medio que se sonríe. 

Si ella no se ha operado hasta ahora, es porque perdió el carné de identidad, y cuando fue a hacerse uno nuevo, en el Registro de Población del municipio no encontraban los datos de su inscripción de nacimiento. Tuvo que mandarlos a pedir a Villa Clara, su provincia natal, y entre olvidos y equivocaciones, el trámite se extendió por varios meses. 

Allá en Villa Clara, a Zenaida le quedan una hija, tres nietos y un bisnieto. Recién cumplió 58 años, pero tuvo la primera niña a los 15, y la segunda, a los 18. Y sus hijas y las hijas de sus hijas, lo mismo. La primera que tuvo fue la que le mataron hace cuatro años en Quemado de Güines. Desde entonces, no ha regresado por allá.

—Fue el marido de mi nieta, que le daba golpe a mi nieta, y en una discusión de esas, cogió y mató a mi hija. A mi nieta también le tiró, pero no la llegó a matar. 

—Y su nieta ya había tenido problemas con él antes. 

—Sí, ya habían tenido varias discusiones, pero como mi nieta había recogido las cosas y había ido para casa de su mamá, él quería que ella virara y mi nieta no quería virar. Entonces él se le apareció allá y quería llevarle al niñito, pero mi hija le dijo que no, que en esas condiciones no se lo iba a dar, porque lo vio así como que estaba tomado. Y él estaba montado en el caballo y cuando mi hija viró la espalda, la haló por el pelo y le metió el cuchillo, con el niño cargado y todo. Le dio como siete. Hasta que la tumbó. El médico dijo que ya la primera era mortal, pero él le siguió dando. Mi hija tenía 39 años… Luego él declaró en el juicio que no sabe qué cosa fue lo que le pasó. 

—¿Y no piensa volver por allá después de operarse los ojos?

—Mi hija cuando estaba en vida quería mucho que yo fuera a vivir para allá y yo nunca fui. Entonces, ¿ahora? Tengo pensado ir, pero ya no es igual a cuando ella estaba viva.

Zenaida espera recobrar pronto la vista. En unos días su carné de identidad estará listo y ya no habrá impedimentos para someterse a la cirugía. Cuando fue al hospital hace casi un año y se hizo los chequeos correspondientes, el médico le dijo que era posible. Dice que tiene ganas de ver todo: desde su casa hasta la comida que se come. Todo. 

Lo único que le causa espanto de tan solo pensarlo, es regresar a Villa Clara y ver la casa donde vivió su hija. 

III

Marilyn, una mujer en guerra (Foto: Ismario Rodríguez)

Marilyn, una mujer en guerra (Foto: Ismario Rodríguez)

—Esto aquí parece la Ciénaga de Zapata. Nada más que faltan los cocodrilos.

—Entonces aquí es donde vives –digo.

—En la pocilga esta… No, ya no es pocilga. 

—¿Qué es ahora? 

—Más para allá.

Marilyn Mantecón vive en un escondrijo. Armado con cartones, tablas, trapos, cinc, cabillas, lona. Casi al final de un pasillo, que queda casi al final de una calle, en el municipio San Miguel del Padrón. Se pasa una reja verde sin candado y ahí está su Ciénaga de Zapata. Es un pedazo de patio fangoso donde hay cuatro paredes y un techo que llama casa.

La casa es una abstracción. Un rompecabezas arbitrario, incoherente, en el que ninguna pieza encaja con otra. Faltan ventanas, una puerta. Falta mucha más luz que la que permiten las rendijas que el azar decide. Falta aire. 

La entrada es un agujero con forma de triángulo por el que hay que pasar encogiéndose. El triángulo, al revés, con la punta hacia abajo. 

Justo al lado de la entrada, a menos de medio metro, el fogón: par de bloques con parrillas. Marilyn cocina con leña. Cuando el hambre apura y la leña se acaba, alguna que otra tabla de la vivienda se vuelve carbón.

Una vez dentro, hay que continuar encogiéndose. Una mitad tiene más altura que otra. El techo hace como una uve despatarrada. De cualquier manera, no hay espacio para caminar. Apenas, para estar.

Las sillas son cuatro. Todas rotas. Pero si hay visita, Marilyn le coloca un saco de nailon a la más fuerte, sacude el polvo, y la ofrece. 

En una esquina, alumbrado por un poco de sol: flores artificiales de colores en un recipiente de cristal. Frascos secos, lápices, una muñeca desnuda. Luces, telarañas, insectos, plumas, desperdicios. Entre unas tablas: un oso de peluche que fuera blanco y verde limón, la carcasa de una maquinita roja de carreras. Y en el piso, por doquier, botellas vacías y excrementos. 

El otro mueble es la cama. Una maraña de muelles atenuada con cartones y ropas. Del lado que menos se moja cuando llueve, duerme la madre, con sus 75 años. 

—Yo estoy atendiéndola solita, al capricho –dice Marilyn–. Yo limpio cazuelas, limpio casas, hago mandados, pido comida y se la doy a mi mamá que está enfermita. Tengo muchas amistades que me ayudan y entonces yo hago así y todo se lo traigo a ella. No pasa hambre. Y cocino. Ella no sabe cocinar. Y no la dejo sucia ni nada. Yo la baño y todo. 

Magalis Mantecón es la madre, además, de cinco hombres. Enrique, o Alexis, vive con su esposa y su cuñado en el mismo pasillo, pero le dan sus crisis nerviosas y ya no puede trabajar. Luis, El Gato, está internado en el Hospital Psiquiátrico de La Habana (Mazorra). Ambrosio, El Chino, el que va a la iglesia porque es testigo de Jehová, también reside en San Miguel del Padrón, en otro lugar. Y “los jimaguas”, así sin nombres en los recuerdos de su hermana, emigraron a Estados Unidos. 

—¿Dónde está ahora Magalis? –pregunto a Marilyn. 

—Paseando. 

—¿Por el barrio?

—Sí. 

En ocasiones, en medio de esos paseos, puede ocurrir que Magalis pierda la memoria, olvide el camino de regreso, olvide quién es Magalis, y alguien deba ir y avisar a la hija y la hija ir y recoger del paseo a la madre. 

En unos días, eso ocurrirá una vez más. Entonces Marilyn acostará a Magalis, le partirá el pescuezo a la última de tres gallinas recibidas como pago por limpiar alguna casa, resolverá ajo, bijol y leña con sus amistades, se comparará un trago de ron y se pondrá a cocinar; como si todo se tratara de un ritual para recuperar la memoria de la madre. 

Magalis quedará rendida en la cama, imperturbable, arrullada por un séquito de moscas. Y Marilyn dirá que está así de flaca porque lleva mucho tiempo con un catarro tremendo, pero no porque pase hambre, porque ella le hace un sopón y la levanta, y que no ha podido llevarla al médico porque Ambrosio tiene todos sus documentos, el carné de identidad, su chequera y hasta el título de propiedad de la casa. 

La casa, aunque haya perdido las condiciones básicas para definirse como casa, está registrada a nombre de Magalis. No siempre fue como es hoy. Marilyn cuenta que hubo una época en que “esto era un palacio”. Había paredes de madera buena, piso de cemento, baño, ventanas, puerta. Pero pasó el tiempo, un derrumbe y otro, la división en dos partes, la emigración, la fe en Jehová, las enfermedades y ninguna reparación. 

Ahora la casa, sus ruinas y los injertos a sus ruinas, se la comen el óxido, el moho, el comején. También, a veces, el fuego.

—¡Ah! Yo fui… Yo fui… Yo fui… –me advierte Marilyn.

—¿Qué fuiste?

—Natural, normal. Que vivía bien. Ahora es que estoy enferma. Estoy jodida: ¡alcohólica, alcohólica! –dice desorbitando los ojos, riendo.

—¿Qué tiempo llevas enferma? 

—Desde que perdí la conciencia. 

—¿No recuerdas cuándo?

—Un día vine y perdí la visión. Fiu… Una cosa así, extraña. Yo ahora camino por inercia, no borracha. Veo la realidad, más o menos. Es la mente. Un ejemplo, voy a trabajar, voy a trabajar. Voy a emborracharme, voy a emborracharme. Y así. Porque no puedo estar sin la bebida salá esa. 

—Tienes que tomar todos los días.

—Sí. Es una cosa ahí… Ya yo trabajo como si fuera un robot. ¿Tú sabes lo que es un robot? Después caigo muerta. Soñando cosas, soñando cosas. 

—¿Qué sueñas?

—Cosas.

—¿Qué cosas?

—Cosas diabólicas. Tú no sabes nada.

—¿Quieres contarme alguna de esas cosas? Dicen que los sueños malos cuando se cuentan no se cumplen. 

—No se dan. 

—No. ¿Qué es lo más malo que has soñado?

—Bueno, la guerra. Hace dos o tres días. 

—¿La guerra?

—La guerra entre mi familia. Eso es una cosa así. No entiendo. No puedo ni tomar agua, no puedo comer, no puedo vivir. No puedo hacer nada. Así yo sufro.

La guerra permanente de Marilyn es con Ambrosio. Habla de ese hermano obsesivamente. “Apunta, apunta ahí”: me dice a cada rato y seguido suelta un rosario de quejas desesperadas. Asegura que él se queda con el dinero de la chequera de su madre y con todo lo que le entrega la Asistencia Social y que una vez le tumbó su casa a patadas. 

—Nos tiene sin nada. Yo no quiero matarlo. Yo a él no quiero matarlo. Es mi hermano. ¿Por qué él hace eso? ¿Por qué se tiene que coger las cosas? Ponlo delante de mí. No niña no, yo me pongo de pinga. Pregúntale a él dónde están las cosas de su mamá. “No porque si Marilyn las vende para comprar ron”. ¡Mentira! 

Sin embargo, a pesar de que esa es la guerra sobre la que más habla, no es la única. Mantiene otra con su hijo. O mantuvo, porque Marilyn la da por acabada. Y no precisamente porque alguien venciera. Acabó el día en que ella le metió el galletazo y le dijo que nunca más regresara. Hace ya, no sabe cuánto.

—Por ofender a la mamá –explica–. A mí, que lo parí y me dio mucho trabajo. En la vida está él por mí. ¿Quién te parió? ¿Quién pasó el trabajo? Papá nunca hizo nada. Y yo estaba enferma de los nervios. 

Cuenta que fueron sus nervios los que le impidieron continuar criándolo después de que cumpliera un año de nacido. La internaban, la ataban de pies y manos, le ponían “camisas de esas que se amarran atrás” y la medicaban. El niño fue a parar al municipio Guanabacoa, bajo custodia del abuelo paterno. Pero ella nunca se desentendió. Dice que siempre iba a verlo y le llevaba una mochila cargada con cositas, que por ahí puede ir cualquiera y averiguar por ella. 

—¿Ya hace rato entonces que no viene a verte?

—Desde que le metí el galletazo. ¿Por qué? Porque dijo que yo era borracha, si sucia, si esto que lo otro. ¡Botándome las bebidas! Y dijo: “Ahora voy a ser como tú, voy a tirarme a tomar bebida”. Y no lo ha hecho nunca. Él no sabe. 

—¿Y qué edad tiene ahora?

—Veintitrés años. 

La otra guerra de Marilyn, quizás la más devastadora, es la que libra contra ella misma. El alcoholismo es una de esas muertes que se viven. En ningún caso hay paz. La evasión no es una paz genuina. Marilyn alardea, escandaliza, se burla de ella misma, se presenta como “Marilyn Borracha”, pero no porque se enorgullezca. 

—¿Qué más quisiera yo que calmar mi vida? No puedo –afirma. 

Tiene 44 años y muchos más en arrugas. El cuerpo que testimonia sus batallas: una cicatriz por una puñalada en el pulmón derecho a los veintitantos, quemaduras viejas y recientes por cocinar ebria, una erupción irritada en su torso y brazos, los huesos explícitos en la piel. Pero queda, entre tanto deterioro, humanidad. 

—¿Y alguna vez te enamoraste? –le pregunto.

—Cuando era Marilyn. Ya no soy nada.

—¿Ya no eres Marilyn? 

—No. 

—¿Y quién eres ahora? 

—Un bicho. Pero bicho con psicología y con corazón. ¿Viste qué lindas las palabras esas? 

Sobre el autor

Mónica Baró

Reportera. Graduada de Periodismo en 2012. Periodista de la revista 'Bohemia' (2012-2014). Egresada del Taller de Técnicas Narrativas del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (2010). Participante del Taller Formación de Formadores (2011) y del Taller Latinoamericano de Comunicación Popular (2013) en el Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr. (Cuba). Coordinadora y ponente en el Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios (desde 2011). Coordinadora del Proyecto educomunicativo Escaramujo, en Matanzas (2012). Participante de la Corte de Mujeres de los Consejos Populares de Centro Habana (2013). Participante en el Seminario de Construcción Colectiva. Descolonización de saberes: subjetividad y luchas emancipatorias en América Latina y el Caribe, del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI), Costa Rica (2014).

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